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16 agosto, 2023

Cazadores de frontera

Shanghái, desde el Bund.

(Texto leído el 15 de agosto de 2023 en la sesión plenaria de la Semana Literaria Internacional de Shanghái).

Todas las artes están conectadas entre sí, y los hallazgos de cualquiera de ellas inspiran y alimentan al resto. Incluso cuando el logro de una expresión artística parece fruto de los medios y los recursos que le son peculiares, podemos encontrar en otras artes precursores que lo propician. Piénsese en esa solución a la que se recurre una y otra vez en el cine bélico, cuando se trata de narrarle una batalla al espectador: de entrada, vemos el plano general de los dos ejércitos enfrentados; a continuación, un plano medio que se fija en las filas de uno y otro; por último, el primer plano de los combatientes, que nos acerca a la emoción individual —el miedo, la acometividad, el dolor— del soldado.

La planificación es un recurso específico del cine, pero la secuencia descrita no la inventó ningún cineasta. Ya está en la narración literaria que de la batalla de Borodinó nos ofrece Lev Tolstoi en Guerra y paz. Incluso puede rastrearse algún ejemplo mucho más remoto, en la Ilíada de Homero. No es este préstamo una excepción dentro del relato cinematográfico. La literatura de todas las épocas, pero en especial la del siglo XIX, suministró al arte de la imagen en movimiento argumentos y técnicas que este iba a desarrollar durante el siglo siguiente. Como ya antes había sido yacimiento fértil para las artes plásticas o la música.

Se nos invita a manifestar en este foro lo que otras artes aportan a nuestra escritura. En qué medida los descubrimientos de un cineasta, un músico, un pintor o un dramaturgo sirven para que el contador de historias que sólo dispone de la palabra —tal es mi caso— encuentre en ellos una inspiración o un apoyo sobre el que levantar su particular artefacto narrativo. Y anticipo ya mi respuesta: creo que la lectura es el alimento primordial e irremplazable de quien escribe. Aunque pueda tomar otros.

Shanghái, el Bund.

Añado algo más: abrigo serias reticencias hacia el hecho de que un escritor prefiera abrevar fuera de los libros, atraído por el resplandor, la potencia industrial o el éxito de otros lenguajes. No discuto el talento que sustenta, por ejemplo, el auge actual de las series de televisión, ni niego que haya en ellas aciertos que bien pueden ser instructivos para un novelista. Lo que me atrevo a cuestionar es que viendo la mejor de las series se aprenda más de las variadas destrezas que exige una novela que leyendo el peor de los libros que escribieron Cervantes, Balzac o Joyce. No digamos ya si la iluminación se busca en alguno de esos productos que se limitan a repetir una fórmula, fiando a la producción y el marketing la persuasión del destinatario.

Quizá sea este el aspecto fundamental: cuando pienso en las películas, las canciones, los cuadros o las series que me han inspirado hasta el extremo de acabar formando parte de la trama y el texto de alguna de mis novelas, lo primero que me viene a la mente es que se trata de verdaderas creaciones, en el sentido de abrir caminos nuevos dentro de sus respectivas disciplinas; se trata de artistas que conocen la tradición de su oficio y que como cualquiera se nutren de las otras artes, pero el legado que de ahí reciben lo acaban revolucionando con su mirada personal.

Me permito enumerar algunos ejemplos. Las películas de Andréi Tarkovski o de Paolo Sorrentino. Las canciones de Franco Battiato o Leonard Cohen. Los cuadros de Caravaggio o de Klimt. Las series de televisión como The Wire o Chernóbil. Hablamos en todos los casos de empeños creativos de riesgo, que parten de un sólido conocimiento de los fundamentos del lenguaje artístico del que se trata y que no hacen ascos a incorporar en su discurso a quienes practican otras formas de creación: Tarkovski se apoya en Bach o en Andréi Rublev, Sorrentino en Vladímir Martynov o en Bramante, y Chernóbil es una brillante puesta en escena de la narración que sobre el desastre nuclear supo levantar tras un excepcional ejercicio de escucha la gran Svetlana Alexiévich.

Shanghái. Un remanso de paz. Ni siquiera la moto (eléctrica, por supuesto) es aquí un peligro.

En resumen, y si el trabajo del creador se asemeja a veces al de un cazador que busca cobrar la pieza más escurridiza, la obra de veras valiosa, en todos estos casos se trata de gente que no se queda en la retaguardia, tampoco en la comodidad ni el abrigo del pelotón de quienes siguen el camino trillado, sino que sale a cazar en esos territorios de frontera donde todo resulta más incierto y donde los peligros son mayores. Me recuerdan a esos «hombres de frontera» que, según el poeta Li Pai, siempre tienen el arco tenso y nunca duermen. Esa tensión y esa vigilia son lo que los conduce a innovar y los vuelve inspiradores.

Permítaseme esta conclusión: a quien escribe una novela no debería preocuparle si la adaptan a la televisión o al cine, y nada puede convenirle menos que la copia servil de lo que el cine o la televisión ya hicieron. Más le vale jugársela, sin otra guía que la de esos otros cazadores fronterizos que, allí donde les tocó velar con sus arcos, aceptaron correr peligro y vivir siempre alerta.

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