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19 enero, 2019

En defensa de Houellebecq @elespanol

 

 

Antes de hincarle el diente a Sérotonine, la última novela de Michel Houellebecq, me encuentro por las redes con la crítica demoledora de dos lectores a los que respeto como tales, además de admirar como escritores: Jorge Carrión y Ramón Buenaventura. El primero dice haberlo abandonado en la página 106 y no tener intención de terminarlo. El segundo, que el libro es una sucesión de trucos baratos. No son los mejores augurios para afrontar la lectura, pero lo hago. El autor, pese a manejar a la vez tantas ideas que resultan repelentes, se lo ha ganado a pulso con sus libros anteriores, en los que ha demostrado su destreza en el arte de perturbar —deber del escritor que va antes que el de agradar al lector, según Nabokov—, su pericia como narrador  —incluso en los peliagudos territorios del género policial, como en la segunda parte de La carte et le térritoire— y el instinto para alzar metáforas a la vez terminantes y visionarias de nuestro tiempo —como en el título fundacional de su corpus novelesco, Extension du domaine de la lutte—. Si a ello se le suma la prosa natural y sencilla, pero a la vez persuasiva e impregnada de una poesía tan sutil como persistente, son muchos los argumentos que lo elevan por encima del común de los escritores.

Se le reprocha machismo, misoginia, racismo, frivolidad. Y sí, una vez leído el libro, de todo hay en su anodino y mustio protagonista, un ingeniero agrónomo dependiente del Captorix —un antidepresivo de última generación— que recorre en su Mercedes G 350 —diésel, para más fastidiar— zonas rurales de Francia mientras levanta acta de sus fracasos sentimentales y de la decadencia de su país, léase de Europa Occidental.

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