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26 marzo, 2020

Diario de la alarma – Día 11

Un tesoro en estos días

25 de marzo – La canasta de Pablo

Como cada día, a través de mis amigos y ya prácticamente camaradas de verde, me llegan noticias del frente. El teniente coronel del GAR, Jesús Gayoso, que fue uno de nuestros anfitriones en la visita que hice con periodistas a su unidad, sigue luchando por su vida en una UCI de La Rioja. Es un hombre fuerte, de sólo 48 años, pero el bicho le ha dado con fuerza y la fiebre va y viene pero no cesa. Muy cerca de casa, en el kilómetro 30 de la A-42, en el término de Casarrubuelos, cuatro imbéciles que se saltaban el confinamiento en un coche sin ITV ni seguro han arrollado al guardia civil de Tráfico que les dio el alto en un control. Los han detenido poco después, pero al guardia han tenido que llevarlo en helicóptero al hospital después de sacarlo de una parada cardiorrespiratoria. Unos años de cárcel serán poca respuesta a la estupidez y la ruindad de la conducta delictiva. En residencias y pisos de la Comunidad de Madrid mis amigos guardias no dejan de encontrarse ancianos muertos, esperando a las funerarias colapsadas. No hay protocolos, a veces el cadáver sigue en la habitación junto a otro anciano vivo porque nadie les ha dicho a quienes gestionan la residencia que una vez certificada por el médico la muerte natural por coronavirus pueden retirarlos y guardarlos donde sea más humano, para los difuntos y para el resto de los residentes.

Por cierto: también me cuentan de la escasez de mascarillas y equipos de protección con que hacen su trabajo. Ninguna novedad, cuando carecen de ellos hasta los sanitarios que atienden a los pacientes infecciosos. Alguien tendrá que asumir alguna responsabilidad por esta carencia clamorosa, o como poco tenerla para que la próxima pandemia no los pille desnudos y sin poder vestirlos.

También me llegan noticias de que el hospital de emergencia de IFEMA, ese con el que sacan pecho Comunidad y Ayuntamiento, es por el momento un desbarajuste y un recurso más aparente que real. Confío en que esto último sea sólo una apreciación desmoralizada de profesionales comprensiblemente desbordados por lo que están viendo. El ser humano, incluso el ser humano entrenado para ello, tiene una capacidad limitada de absorción de muerte y desastre. Y si quienes me lo cuentan tienen razón, confío en que en los próximos días, con el rodaje adecuado, ese hospital improvisado funcione como debe para ayudar a encajar lo que ahora tenemos encima, que es el tramo de veras oscuro del túnel. Estamos recaudando los efectos de todos los actos masivos y todos los trenes y metros que circularon atestados cuando el virus ya corría como la pólvora. Ahora el debate político vira hacia la previsibilidad de este resultado, hacia la exigencia de responsabilidades al Gobierno por no haber suspendido esa clase de actividades cuando, dice la oposición, ya había información que apuntaba a la conveniencia —que sería la necesidad— de hacerlo. Una juez de Madrid le ha abierto diligencias al delegado del Gobierno en la Comunidad por autorizar la manifestación del 8-M. Me he leído el auto: pide documentos, informes que tuviera el Gobierno, dictamen del médico forense sobre si esa manifestación pudo incrementar los contagios. Una pregunta estas alturas retórica, con varias de las ministras participantes infectadas.

No es seguramente el momento, lo que importa ahora es atajar el mal, como vino a decir el presidente del Gobierno al final del día en el Congreso, pero el debate a posteriori no nos lo va a quitar nadie. Sobre esas decisiones cuestionables, pero también sobre los no menos cuestionables recortes en servicios públicos sanitarios que mientras bajaban impuestos a los más pudientes protagonizaron quienes formulan el reproche anterior. Y lo malo es que, pasada la solidaridad forzada por la epidemia, lo previsible es que hagamos como siempre, bandería del dolor y la muerte de nuestros conciudadanos, en lugar de encontrar la manera de unirnos y remar juntos para que la próxima vez no vuelvan a salir tan malparados.

Hablando de bajadas de impuestos a los pudientes, quizá haya que recordar que a los verdaderamente pudientes no se les baja impuestos, por la sencilla razón de que no los pagan, o los pagan en proporción irrisoria a su renta y fortuna. Por eso irrita un poco leer que algunos, entre los que pagan menos de lo que pueden y los que apenas pagan nada, publicitan con gran alarde que van a hacer donación de una fracción diminuta de su caudal a la lucha contra el coronavirus. Sin querer, están poniendo el dedo en la llaga de esta crisis: quienes se han hecho de oro con la globalización, exonerándose vía paraísos fiscales de contribuir en condiciones normales a sus respectivas comunidades, sólo pagan los platos rotos de esta pandemia, cuyos efectos propicia y agrava esa misma globalización —que entre otras cosas ha deslocalizado la fabricación de materiales que ahora se precisan con urgencia y no llegan—, por la vía de la limosna. Si ahí fuera hubiera algún gobierno digno de ese nombre no les permitiría semejante desfachatez. Por lo menos en adelante condicionaría su presencia en una sociedad, y la posibilidad de beneficiarse de ella y de su potencial, al esfuerzo real y justo para mantenerla.

A pesar de todos estos pensamientos sombríos, hoy ha salido el sol. Hemos  aprovechado para salir un poco al jardín, para que Núria se diera unas carreras y pescara un poco de vitamina D. No es un jardín inmenso, pero somos conscientes del privilegio que representa en estos días. Por mi parte, he estado lanzando unas canastas, mientras me acordaba todo el rato de mi hijo Pablo. Por sugerencia suya compré y puse la canasta del jardín, que él es quien más utiliza. En estos días, cuando hablo con él, me dice que es una de las cosas que más echa de menos en el encierro en casa de su madre. Como tantos otros españoles, soy padre divorciado y desde hace ya catorce años no convivo a diario con mis dos hijos mayores. Fui, y no por mi gusto, uno de esos progenitores obligados a asumir de forma prematura el síndrome del nido vacío. Como se puede imaginar, lo superé hace tiempo, pero en estos días los echo mucho de menos a los dos, a él y a su hermana Laura. De común acuerdo, los dos son ya mayores de edad, decidimos que mientras dure la cuarentena se queden donde están, porque en estos días mejor es mantener el contacto físico con un solo núcleo familiar y no andar yendo y viniendo. Es un sacrificio pequeño, al lado del sacrificio ya antiguo y mayor. Lanzar esas canastas es una manera de sentir a mi hijo conmigo. Incluso esta mañana me he tomado el café en su taza del Real Madrid. Quien me conozca, sabe el valor que tiene ese gesto: mi afición al fútbol es nula, y al Real Madrid, todavía menor. Pero es su equipo, y desde que lo es lo siento y lo veo de otra manera. Hasta en alguna ocasión me he sorprendido alegrándome, por él, de que ganara un partido.

El bicho nos está quitando muchas cosas, para empezar a tres mil y muchos conciudadanos a día de hoy, pero nos está enseñando, de qué manera, el valor de otras. La jornada ha terminado con el baile ritual, a las ocho en punto, del Resistiré con Núria y su madre. La peque lo disfruta y se ríe con todas sus ganas. Pienso en todas las tardes en las que la vida corriente y sus afanes, a veces fútiles, nos impiden estar juntos a esa hora. En medirlos más en adelante: la vida, los afanes.

Actualidad, Diario de la alarma
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Un Comentario
  1. Al borde de las lágrimas

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