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28 marzo, 2020

Diario de la alarma – Día 13

Rincón del Madrid que tardaremos en recobrar

27 de marzo – Madrid, Madrid, Madrid

Me desayuno con la noticia de que en Castilla-La Mancha achacan el auge de contagios a la migración de madrileños tras el anuncio del confinamiento. No puedo no darme por aludido, así sea de refilón: madrileño soy y escribo esto en territorio de Castilla-La Mancha, aunque la raya de Madrid, el término municipal de Casarrubuelos, esté a apenas cien metros de la valla de mi casa. Llevo aquí ininterrumpidamente desde el día 10, es decir, casi una semana antes de que se nos confinara, y si miro aún más atrás, aquí he pasado el noventa por ciento del tiempo desde noviembre, cuando me encerré, como suelo, a escribir una novela. Aquí también vive mi familia siempre que no hay actividad lectiva. Sin embargo, empadronado estoy en Getafe, y esa es la dirección que aparece en mi DNI.

La noticia o acusación me da que pensar en términos más generales. Por ejemplo, en cómo aflora el censor o inquisidor que todos llevamos dentro cuando se establece una limitación, sea del tipo que sea. A veces, hasta la irracionalidad o el puro disparate: cuentan los periódicos que desde los balcones se increpa a sanitarios que se dirigen a su trabajo para atender enfermos o a padres que pasean con sus hijos autistas para que no enloquezcan en los pisos. También me mueve a reflexión sobre la rapidez con que se despacha un estigma, en esta ocasión el que nos ha correspondido a los madrileños por vivir en la comunidad autónoma más conectada con el exterior, sede de importantes ferias internacionales y también del Gobierno, lo que nos trae, nos guste o no, todas las grandes movilizaciones que tan bien le vienen al coronavirus para prosperar. Nos ha señalado como leprosos que deben ser aislados desde el inefable y predecible Torra hasta algún representante del nacionalismo gallego —ese movimiento que debería dedicar más tiempo, quizá, a preguntarse por qué Feijóo empalma mayoría absoluta tras mayoría absoluta—. El fenómeno revela las contradicciones del razonamiento humano: en lugares donde normalmente se desea a los madrileños, como contribuyentes ideales que pagan los impuestos locales asociados a sus viviendas pero usan menos días que el resto los servicios públicos, ahora se los rechaza como si fueran una plaga.

Es evidente que desde que el confinamiento se dictó moverse es contravenirlo y lleva aparejada legal y justa sanción. Nos guste o no, a todos nos toca quedarnos donde estábamos el 15 de marzo. Es evidente, también, que una vez que se ha declarado la alarma a todos se nos impone la responsabilidad de evitar otro contacto humano que el indispensable por nuestro trabajo, quienes tengan un trabajo en primera línea o que así lo exija, o por causa de fuerza mayor o urgente necesidad. Lo que no es tan evidente es que el mal se haya diseminado en Castilla-La Mancha, o en el conjunto del país, por culpa de la movilidad de los madrileños que tienen una residencia fuera de la Comunidad y han optado por confinarse en ella.

Tomo como ejemplo la urbanización en la que aquí vivo. A 32 kilómetros de la Puerta del Sol, la inmensa mayoría de sus habitantes trabaja en Madrid. Es posible que sea yo uno de los vecinos que menos ha estado en la capital en los últimos cuatro meses. Tal vez la incidencia del coronavirus en Castilla-La Mancha se deba más a la contigüidad con Madrid, a los miles de castellanomanchegos de Toledo y Guadalajara que trabajan en la capital, y toman los trenes de cercanías y el metro, que a los madrileños, tampoco tantos, que hayan podido mudarse. Y una vez declarado el confinamiento, quizá importe más, a efectos de parar la epidemia, que cada cual esté en el lugar donde menos contacto tenga con otros seres humanos. En mi caso, por mí y por mi familia, y por lo que yo y mi familia pudiéramos transmitir a terceros, lo vi claro: mejor en una casa donde estamos solos y no tenemos más contacto que las personas con las que un par de días por semana coincidimos mi mujer o yo en el Mercadona —a no menos de metro y medio—, que en una comunidad de ocho portales con entrada, jardín y ascensores comunitarios.

Sin embargo, parece que a los madrileños nos va a tocar cargar con este estigma. No sólo somos unos centralistas repugnantes y aprovechados que vivimos a costa de los demás, sino que ahora somos los malvados contagiadores. El victimismo aldeano de la escuela de Waterloo se expande con facilidad. En lugar de pensar que este virus nos ha sacudido sin distinción a todo el país, porque todos dependemos de todos: no sólo para recaudar impuestos de bienes inmuebles de segundas residencias, sino porque el anciano que muere en su piso de Vallecas deja de comprar la bandeja de tomates recogidos en Almería, el yogur hecho con leche asturiana, la lata de berberechos gallegos, y me parece que no hace falta seguir.

Ahora todos estamos recluidos, cada uno donde le pilló el decreto de alarma, y lo que cuenta es mantener con disciplina el confinamiento obligatorio. Todo lo demás son maniobras de flautistas de Hamelin buscando pescar a río revuelto.

No estaría de más ver que los madrileños, más que leprosos, son víctimas primeras de esta epidemia que merecen como cualquiera la solidaridad de sus hermanos, porque en Madrid se juntan hermanos de los españoles de cualquier rincón. Converso durante un rato con mis amigos que están en primera línea en la ciudad, y que a duras penas mantienen el vigor y la entereza. Lo que se están encontrando en los pisos, en las residencias, en los hospitales fijos o de campaña es desolador. Se juntan en esta hora tantas imprevisiones, tanto amateurismo, tanto exceso de confianza en tiempos pasados. Y lo que preside la conversación pública son las especulaciones de ociosos, como al final, no me engaño, lo es este propio diario.

La conversación relevante y donde por la incapacidad de otros nos jugamos todo nadie la está escuchando. Es esa conversación febril y permanente que los profesionales sanitarios, me cuenta una de mis fuentes, médico, mantienen en sus grupos de WhatsApp, en tiempo real, para intercambiar sus experiencias terapéuticas frente a un virus desconocido que reacciona de mil maneras, desde la fiebre a la diarrea, desde la nada imperceptible a la sobrerreacción inmunitaria. Es la que mantienen los profesionales de la seguridad, policías, guardias, militares, para establecer protocolos que permitan gestionar con eficacia, humanidad y respeto a la legalidad los cientos de cadáveres que está dejando la epidemia. Mientras atendemos al blablablá insustancial de políticos, tertulianos y politólogos confinados, ellos hablan de lo que importa, de lo que nos sacará de aquí.

Algún día, la experiencia de los sanitarios madrileños, en la zona cero de esta catástrofe en España, será algo que valga fuera de Madrid, y seguro que entonces nadie hará ascos a pedirlo ni a recibirlo. Así es como somos los humanos.

El día acaba con la peor noticia. Ha muerto, a los 48 años, el teniente coronel Jesús Gayoso, jefe del GAR de la Guardia Civil. Estuve con el en Logroño, donde trabajaba, y un fin de semana en Teruel, con sus compañeros de promoción. Había servido en multitud de escenarios de conflicto, desde Mali hasta Afganistán, siempre cerca del riesgo. Su compromiso con la seguridad de las gentes de esos lugares a donde lo enviaban, y con la de los españoles, era absoluto. Tenía una mente hiperactiva, que no dejaba de procesar e ingeniar, y esa hiperactividad se comunicaba a su conversación. Su futuro profesional era brillante, pero el coronavirus lo sorprendió en La Rioja, la otra comunidad más ferozmente azotada por el virus —por fortuna, su tamaño parece haberla librado del estigma—. Aunque luchó durante días, el virus encontró la forma de imponerse. Era un hombre joven, fuerte, deportista. Una advertencia para ese darwinismo idiota que ha hecho optimistas y temerarios a tantos. Las condolencias a sus compañeros de promoción, alguno buen amigo mío, como Daniel, han vuelto a ser, qué remedio, telemáticas.

Empieza a ser odiosa esta virtualización de la vida y de la muerte. Apenas nos salvan de ella las imágenes de sus hombres rindiéndole homenaje en Logroño, que se difunden por la noche: las vemos en el teléfono móvil, esa herramienta que un día creímos poseer, y que está claro que, con la complicidad del virus y de la suma de nuestros errores, se las ha arreglado ya para poseernos.

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