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7 abril, 2020

Diario de la alarma – Día 23

Señor, dame paciencia

6 de abril – Fatiga de materiales

Camino de las cuatro semanas de confinamiento, los ánimos empiezan a resentirse. Se puede ver en el Mercadona, mi única excursión al mundo en estos días: las caras al hacer la cola para entrar, al hacer la cola en las cajas, al cargar los coches en el aparcamiento atestado. Más vale elegir bien la plaza, si puedes, porque si no, y si tu coche es del tamaño necesario para transportar a una familia numerosa, puede tocarte sacarlo en veinte maniobras o más. Lo digo por penosa experiencia.

Se puede apreciar el desgaste, también, en el tono general de la conversación, pública y privada. Mis llamadas de control, matinales y nocturnas, me muestran a los míos que no están bajo mi techo resignados, los mayores, o aburridos hasta el punto del fastidio, como corresponde a los más jóvenes. También sucede que están cargados de una energía que las tablas de ejercicios en el suelo desfogan sólo de aquella manera.

En cuanto a lo que uno ve en los medios o en las redes sociales —a estas hay que asomarse sólo lo justo para no perderse algo que pueda ser significativo—, la sensación apunta una y otra vez a la fatiga del material humano, en sus diversas y siempre desalentadoras manifestaciones. El debate principal hoy es la posibilidad de que nos aíslen obligatoriamente fuera de nuestros domicilios si se descubre que somos infectados asintomáticos. El gobierno lo planteó con timidez y salvo que el panorama empeore mucho parece que va a tener que envainarse la idea: no por los que ya le están acusando de promover «gulags de apestados» —siempre hay quien encuentra la descripción más ominosa posible—, sino por las trabas legales que no tiene mayoría en el Parlamento para remover. De todos modos,  parece que se nos invitará a hacerlo, y no cabe descartar que se favorezca un estado de opinión contrario al que se resista, al estilo de la llamada «policía de los balcones», esa gente que en estos días regaña con malos modos a quien ve pasar por la calle.

También se ha agriado, en general, el debate político, si era posible agriarlo aún más. Las declaraciones del líder de la oposición, que dice que apoyará al gobierno para salvar vidas, no para hundir España —es de suponer que tampoco lo hará para fomentar el canibalismo o el apocalipsis zombi—, muestran ya claramente la actitud para el día después. Y en el gobierno y entre sus partidarios no faltan las voces que acreditan tener tanta mano izquierda como una serpiente de cascabel para encontrar consensos; como las que con mayor o menor disimulo tratan de aprovechar la pandemia para provocar cambios en el modelo de sociedad que les consta —ya sea más o menos fundado su afán—  que no tienen el consenso suficiente y necesario para salir adelante en condiciones normales.

Lo que ha pasado promoverá —o debería promover— una reflexión sobre todos los mecanismos de la comunidad que no funcionan y que hay que rediseñar a fondo; pero es voluntarista, poco realista y a la postre nocivo pensar que los cambios sólo irán en la línea que preconiza la ideología propia. Aquí todos nos vamos a tener que bajar del burro, en mayor o menor medida, porque son muchas y muy diversas las ineficiencias reveladas: en la gestión de los servicios públicos, en la toma de decisiones, en la cobertura de gastos públicos y la asignación de costes y beneficios particulares, en la coordinación territorial, en la seguridad y la protección de derechos y libertades; en definitiva, en las múltiples disfunciones de raíz ideológica que han aflorado a la hora de enfrentar una crisis sistémica. No es del mundo real que las soluciones se definan sólo desde una perspectiva y a costa de invalidar todas las demás aprovechando el impacto del coronavirus.

Irritante es, por ejemplo, la tentativa de la derecha más atrabiliaria de imponer a los demás su discurso antipluralista, a cuenta de una trágica epidemia frente a la que cometieron tantos errores como cualquiera —incluida la celebración de una asamblea multitudinaria que operó sobre sus propios afiliados y todos sus contactos como una bomba biológica— y llegando a manipular una fotografía de la Gran Vía, de autoría ajena, para generar una imagen patriotera y macabra al superponerle un montón de ataúdes cubiertos con la bandera nacional.

Pero no menos exasperante es la insistencia de la izquierda más trasnochada y aturdida en descalificaciones que siempre han sido necias e injustas pero que ahora desprenden un hedor inmundo. Para muestra, el vídeo que ha grabado en su balcón una tal Irantzu pidiendo que no se aplauda a policías ni militares, porque a fin de cuentas cobran por su trabajo y son unos abusones y tienen tendencia al maltrato. El silogismo deja patente la calidad y cantidad de su pensamiento. Me cuentan, lo ignoro y tampoco me interesa el detalle ni el chismorreo, que tiene una cierta proximidad con personas que hoy están en el gobierno de la nación, esto es, tomando decisiones que esos militares y policías cumplen exponiendo su salud y la de sus familiares. Si así fuera, ya están tardando en exigirle que se disculpe, ante los profesionales a los que desprecia de manera tan injustificable y gratuita. Pienso en policías y militares a los que conozco, que han salvado vidas y confortado y asistido una y mil veces a personas en dificultades extremas. Me pregunto cuántos seres humanos hay por ahí que le deben a Irantzu consuelo y ayuda de algún tipo; en cuántas situaciones límite le ha servido de algo a alguien. Mejor no respondas, Irantzu: tu sonsonete al hablar y tu retórica indigente nos lo dicen ya todo.

En la rueda de prensa de cada día a un periodista se le ha escapado, a micrófono abierto, mientras hablaba uno de los uniformados del comité técnico de respuesta a la pandemia, que debía de ser policía por no tener estudios. Un periodista amigo ha comentado en plan jocoso el incidente: «Que alguien le diga al compañero que no está probado que haber hecho Periodismo sea tener estudios». Bromas aparte, la anécdota demuestra hasta qué punto enfrentamos esta crisis con materiales manifiestamente mejorables. El prejuicio, y la ignorancia que presupone, dejan patente el nivel de quienes nos informan. Que un alma caritativa le cuente a ese pobre desorientado que más de un año académico el expediente más brillante de la Universidad Carlos III, una de las más exigentes de nuestro país, resulta ser de un alumno de la academia de la Guardia Civil, adscrita a dicha universidad.

Los que de veras están exhaustos, hablando de fatiga, son nuestros sanitarios. Me escriben algunos de ellos, para matizar algo que escribí en este diario el otro día, sobre la coordinación de los intensivistas del sistema madrileño de salud por grupos de WhatsApp. Me dicen, de buena fuente, que la noticia que leí al respecto exagera y manipula de forma maliciosa un procedimiento de trabajo que es habitual entre ellos porque se conocen y resulta en estas circunstancias el más rápido y el más eficiente. Que lo hagan así no supone, como apuntaba la información que leí, una descoordinación por parte de la Consejería: al parecer esta lo conoce, aprueba y supervisa, y organiza los traslados con los equipos del Summa. No me gusta ser injusto, y menos en estos momentos y con algo de semejante gravedad, así que me importa dejar constancia de esta aclaración. Vuelvo a constatar lo insegura que es la información en estos días, y eso me hace pensar también en la cualificación —e integridad— con que la sirven algunos.

Otra cuestión es que en los peores momentos de la epidemia en Madrid —cuando ya nos consta, y las cifras nos lo hacen evidente, que muchos enfermos graves no tuvieron acceso a los medios que necesitaban— no se buscara capacidad adicional de asistencia hospitalaria, en especial a pacientes críticos, fuera de la comunidad y allí donde todavía quedaba alguna. Un fallo que sobre todo atañe a la coordinación centralizada del sistema nacional de salud frente al virus, porque posibilidad de trasladarlos existía, justamente con esos medios militares que a algunos les dan tanta alergia, y no quiere uno pensar que por eso no se los movilizó.

Y otro asunto que cuesta aceptar, como me dicen estos mismos sanitarios, es que a ellos el día 3 de marzo les prohibieran ya tener reuniones clínicas —necesarias a veces para tomar decisiones quirúrgicas importantes— y cinco días después se autorizaran manifestaciones, partidos, asambleas y festejos que suponían la concentración de miles de personas. Que eso contribuyó a aumentar la potencia de la bomba que les ha estallado en las narices parece fuera de duda. Que nadie parece dispuesto a asumir ninguna responsabilidad, también se puede comprobar. Sin duda es mejor cargarse de razón y arremeter contra quien ose planteárselo.

Lo malo es que quienes lo ponen encima de la mesa, con datos que son públicos y notorios, son los mismos que se están dejando la piel para contener el desastre. No va a ser fácil, a quien corresponda, descalificar su amarga objeción.

Actualidad, Diario de la alarma
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4 Comentarios
  1. Manuel Martínez López 7 abril, 2020 a las 12:53 pm Responder

    Muchas gracias

  2. Concepción Quintana 7 abril, 2020 a las 6:19 pm Responder

    Espero con interés todos los días de este encierro, este «Diario de la alarma», que es una reflexión sosegada y honesta de la situación en que estamos inmersos desde hace ya tanto tiempo, aunque confinados, confinados, haga «sólo» algunas semanas.
    Comparto los pensamientos y reflexiones, y me siento identificada en y con ellos, sobre todo por la sobriedad y sencillez con que son expresados, al mismo tiempo que con su agudeza y claridad.
    Gracias por compartirlo, y enriquecernos.

  3. Lo que he leído esta bien: reparte a diestro y siniestro pero oculta, por malicia o ignorancia, que mientras no sepamos leer (y nos guste), todo será inútil.

    • «Malicia o ignorancia»… Según el Código civil, lo primero no se presume nunca. En cuanto a lo segundo, el sentido común recomienda no presumirlo tampoco. Por ello, no estoy seguro de haber entendido el comentario. Salud.

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