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8 abril, 2020

Diario de la alarma – Día 24

Ideas que no dejamos atrás

7 de abril – Comunidades fallidas

Me vuelven a pedir, en esta ocasión desde El Cultural, alguna recomendación de lectura para la cuarentena. Tales peticiones, aunque en este caso me consta que es bienintencionada, las carga el diablo y las descarga uno como buenamente puede. Sólo tengo potestad y legitimidad para recomendarme lecturas a mí mismo: es dudoso que lo que a mí me interesa, y las razones por lo que me interesa, valgan para quien no sea yo. Sin embargo, uno trata de salir del paso, porque se trata de una solicitud que proviene de la cordialidad y de la deferencia, y que debe tratar de corresponderse de igual forma. Procuro buscar un equilibrio y recomiendo uno de esos libros que acaban de aparecer y a los que les va a costar como nunca hacer un recorrido comercial que resarza a sus autores y editores, un clásico indiscutible y un título menos conocido, pero no menos valioso e inspirador para mí.

Se trata del Idearium español de Ángel Ganivet, un curioso ensayo en el que se trata de analizar el carácter de los españoles y las razones de los infortunios y de la decadencia histórica de la comunidad que forman. Es un libro amargo, pero no exento de luz; en algunos aspectos puede parecer un poco desfasado, o anticuado, pero en otros conserva una vigencia que sorprende y hasta sobrecoge. Ganivet tenía una buena cabeza, una buena formación, dotes de observación y más mundo que otros intelectuales españoles, por su condición de diplomático. No se corta a la hora de señalar nuestras deficiencias y desbarros, pero tampoco duda en señalar las fortalezas y los valores que nos otorgan potencial como sociedad humana.

Leerlo en estos días es un ejercicio de iluminación, no siempre esperanzadora, pero no por el tono y la intención del autor, sino por lo que uno lee y constata a su alrededor con motivo de la epidemia, sus destrozos y las reacciones que una y otros suscitan en quienes tienen que hacerles frente.

Por un lado, Europa, como dijo alguien, se empeña de nuevo en decepcionarnos: ante una catástrofe que nos sacude a todos — y que no podía dejar de sacudirnos y no es achacable a la torpeza o el dolo de nadie— se divide una vez más entre malos alumnos y empollones, y los señalados como los primeros elevan ante los segundos sus protestas sin recibir la menor compasión. Ante la enésima adversidad, dejamos de ser una comunidad, no se diga ya una unión, para dividirnos en bandos empeñados en la defensa del interés particular propio y en el señalamiento de las incompetencias ajenas para sustraerse a los desperfectos. Hay otra reunión del Eurogrupo: Alemania y Holanda se niegan a dar una solución de veras solidaria a sus presuntos socios del sur. Por si no nos había quedado claro que el euro es el marco del siglo XXI, y que se nos hace la dádiva de tenerlo mientras acatemos sin rechistar las instrucciones y reprimendas del poder hanseático.

Nada muy distinto de lo que observamos dentro de nuestras fronteras, ahora cerradas tanto para salir como para entrar. Desde el Gobierno se empieza a lanzar la idea de unos pactos de la Moncloa que sirvan para reconstruir el país después de la devastación del coronavirus. Y en lo primero en lo que se centra la discusión es en quiénes deben quedar fuera, como réprobos irredimibles, de la negociación y de los pactos que finalmente se alcancen. A su vez, los así señalados, a diestra y a siniestra, se afanan en elevar peticiones que saben inasumibles para que formen parte del acuerdo común. En resumen, otra comunidad fallida, en términos no muy diferentes de los que hace más de ciento veinte años ya describía Ganivet.

Tenía Ganivet buena pluma, y eso puede llegar a ser demoledor cuando se trata de nombrar lo que nos lastra. Se lee, por ejemplo en el Idearium español, a propósito de la confrontación secular de la que vienen tantos de nuestros males:

España ha conocido todas las formas de la gloria, y desde hace largo tiempo disfruta a todo pasto de la gloria triste: vivimos en perpetua guerra civil. Nuestro temperamento no acierta a transformarse, a buscar un medio, pacífico, ideal de expresión. Así vemos que cuantos se enamoran de una idea (si es que se enamoran), la convierten en medio de combate; no luchan realmente porque la idea triunfe; luchan porque la idea exige una forma exterior en la que hacerse visible, y a falta de formas positivas o creadoras aceptan las negativas o destructoras: el discurso, no como obra de arte, sino como instrumento de demolición. De esta suerte, las ideas, en lugar de servir para crear obras durables, que, fundando algo nuevo, destruyen indirectamente lo viejo e inútil, sirven para destruirlo todo, para asolarlo todo, para aniquilarlo todo, pereciendo ellas también entre las ruinas.

También identifica, en el que acaso sea el pasaje más conocido de su obra, otra de nuestras insuficiencias comunitarias, la tendencia a la fragmentación, cuando no a la atomización a la hora de afrontar los retos existenciales, algo que viene mal frente a una pandemia, pero también en tantos otros órdenes de la vida:

El fuero se funda en el deseo de diversificar la ley para adaptarla a pequeños núcleos sociales, pero si la diversidad es excesiva, se puede llegar a tan exagerado atomismo legislativo, que cada familia quiera tener una ley para uso particular. En la Edad Media nuestras regiones querían reyes propios, no para estar mejor gobernadas, sino para destruir el poder real; las ciudades querían fueros que las eximieran de la autoridad de esos reyes ya achicados, y todas las clases sociales querían fueros y privilegios a montones; entonces estuvo nuestra patria a dos pasos de realizar su ideal jurídico: que todos los españoles llevasen en el bolsillo una carta foral con un solo artículo, redactado en estos términos breves, claros y contundentes: «Este español está autorizado para hacer lo que le dé la gana.»

¿Cómo aglutinar, de forma eficaz y verdadera, frente a un desafío que nos alcanza a todos, a una comunidad con tan feroz resistencia a serlo, como advertimos entre nosotros, los españoles, o entre nosotros, los europeos pertenecientes a la Unión? La reflexión de Ganivet sobre este particular es bastante filosófica y está teñida de estoicismo, la escuela de pensamiento que según él, a través de la versión de Séneca, servía para entender en buena medida el carácter de los españoles:

Si yo fuera aficionado a los dilemas, establecía uno: o los hombres tienden por naturaleza a construir un solo organismo homogéneo, o tienden a acentuar las diferencias que existen entre sus diversas agrupaciones; si creemos que tienden a la unidad, no nos molestemos y tengamos paciencia y fe en nuestra idea; si creemos que tienden a la separación, no cerremos los ojos a la realidad ni marchemos contra la corriente. No faltará quien crea que el dilema tiene una tercera salida: que los hombres no caminan en ninguna dirección, y que hace falta que venga de vez en cuando un genio que los guíe; y es probable que quien tal crea piense ser él mismo el genio predestinado a guiar a sus semejantes como una manada de ovejas. A tan insigne mentecato habría que decirle que los hombres que creen haber guiado a otros hombres no han guiado más que cuerpos de hombre, pero no almas, que sólo se dejan conducir por los espíritus divinos, y que la humanidad ya hace siglos que tiene seca la matriz y no puede engendrar nuevos dioses.

¿Nos toca, entonces, resignarnos a la disensión permanente, en espera de que un acontecimiento demasiado enorme e imprevisto o la poco predecible llegada de un dios nos reúna? En otro pasaje del Idearium Ganivet esboza una fórmula para tratar de arbitrar una solución; no deja de ser genérica y voluntarista, pero cabe convenir que es la única verosímil, la que habrá que transitar, antes o después, salvo que queramos mantenernos en la incoherencia que nos mina:

Cuando todos los españoles acepten, bien que sea con el sacrificio de sus convicciones teóricas, un estado de derecho fijo, indiscutible y por largo tiempo inmutable, y se pongan unánimes a trabajar en la obra que a todos interesa, entonces podrá decirse que ha empezado un nuevo periodo histórico.

La Transición lo intentó, pero por razones que sería ya demasiado largo exponer aquí y que convendría explorar mejor, no terminó, a la vista está, de conseguirlo. Y si se cambia en el texto anterior españoles por europeos me da que también valdría: la Unión no ha terminado de fraguar un marco que la constituya realmente como tal, al margen de la coincidencia coyuntural de intereses. Incluso, a una escala mucho más pequeña, y prescindiendo de los términos jurídicos y políticos, vale la reflexión de Ganivet para el mantenimiento de la armonía en esa comunidad que es cada familia, sometida hoy a un confinamiento sin fecha de terminación a la vista. Mientras todo siga expuesto a discordia e impugnación permanente, a la división entre leales y traidores, entre alumnos aplicados y zoquetes, en la bonanza e incluso en la debacle, nuestras posibilidades son escasas. Para la construcción del porvenir y para la superación del presente, que es acuciante y exigente en grado sumo.

El virus al que nos enfrentamos está perfectamente unificado por la cadena de ARN que lo hace coherente consigo mismo y que se dedica incansable a replicar a costa de nuestras células, aprovechándose de los mas fuertes de nosotros, diezmando a los más débiles y arrasando nuestro sistema productivo. Que trozo tan simple y minúsculo de material biológico nos dé semejante lección invita a pensar.

Y —no perdamos la esperanza— a cambiar algún día de actitud.

Actualidad, Diario de la alarma
About Lorenzo Silva
Un Comentario
  1. Real y triste muy triste realidad la nuestra Lorenzo

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