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9 abril, 2020

Diario de la alarma – Día 25

La ley no hace cuarentena

8 de abril – Denuncias habrá

Más de 4.000 ancianos muertos en las residencias madrileñas en marzo. Calculando a bulto, la cifra significa que se han visto aligeradas del diez por ciento de su población. En un mes. Ya sabemos que el de sus habitantes no es un colectivo que goce de una salud de hierro, pero el número resulta pavoroso. Sobre todo si se piensa en los muchos que han enfermado, se han visto en seguida comprometidos en su supervivencia y nadie ha ido a recogerlos o tratarlos. Incluso se ha tardado en ir a recoger sus cadáveres, para enviarlos a una morgue y de ahí al cementerio —o, según me dice uno de mis informantes sobre el terreno, a un crematorio a trescientos kilómetros de distancia y varios días después—. Habrá quien quiera quitarle importancia con el argumento de que más pronto que tarde habrían emprendido ese camino, o con la duda que puede plantearse sobre si alguno no murió de otra cosa, un comodín que permite limar la cifra hasta donde convenga para que cada cual se alivie.

Sin embargo, el dato es estremecedor. Lo es para quien no tiene a nadie comprendido en la cifra fatídica. Imagínese para quien sí.

Y eso, sólo en la Comunidad de Madrid. Antes o después, alguien hará el número total, el que arrojen todas las residencias de España. Un número que continúa subiendo, por cierto: dicen que en los hospitales empieza a haber un respiro, pero también se publica que hay residencias en las que siguen muriendo los ancianos sin que nadie vaya a sacarlos. Son demasiado mayores para llevarlos a las unidades de cuidados intensivos, bien porque tienen menos posibilidades que otros, o bien porque, como razonan los intensivistas, no están en condiciones de sobrevivir al tratamiento extremadamente agresivo que allí se dispensa.

En todo caso, quedan desasistidos y les cuesta sufrimiento y días o meses o años de vida. Su agonía es la vergüenza mayor que va a quedarnos de esta epidemia. El truco intentado al principio de culpar de todo el mal que padecen al personal que los atiende —en algunos casos recluyéndose con ellos, trabajando para atenderlos con fiebre y hasta el agotamiento— no va a funcionar. La culpa va mucho más allá.

Otra vergüenza, tan extrema que Der Spiegel publica hoy un feroz editorial contra su propio gobierno, es que los países ricos de Europa no se den por aludidos por la tragedia del sur, de la única manera efectiva y razonable: aceptando de una vez que la epidemia es un mal exógeno que se ha abatido sobre Europa y que justifica que se abandone de una vez el dogma de no emitir deuda pública solidaria para paliar sus devastadores efectos económicos en el continente. Es estúpido querer ponerle al virus las banderitas de otros, porque dejar a Italia o España a su suerte equivale a la postre a hundir el euro y la nave común. Además, recalca Der Spiegel oportuna y honestamente, si Italia y España han enfrentado esta pandemia con un sistema de salud debilitado ha sido en parte por todo lo que se les obligó desde Europa a recortar tras la crisis de 2008. En el mismo sentido, pero a otra escala, viene la advertencia de un artículo que publica la revista Nature: cuando logren controlar el desaguisado dentro de sus fronteras, los países ricos tienen que volcarse en ayudar a los pobres a superar el virus. La enfermedad ataca, y de qué forma, a los humanos: mientras haya humanos infectándose, infectados e infectando, nadie va a estar a salvo, a la espera de una vacuna que puede tardar dos años aún.

Y más vergüenzas, tan absurdas que cuesta aceptarlas y entenderlas. El alcalde de Sant Andreu de la Barca, médico de profesión, clama contra la Generalitat por no validar ni utilizar el hospital de campaña montado hace días por la Guardia Civil en el municipio. La misma información recoge, por cierto, que igual hace el gobierno catalán con el instalado por la UME en Sabadell. El alcalde no logra entender que se renuncie a utilizar una instalación ya lista, que permite atender a enfermos —y lo que es más importante, aislarlos para que no contagien— mientras está cansado de ver, como alcalde y médico, que a la gente de su pueblo se la deja morir en su casa, donde de paso transmite el mal a sus familiares, algunos vulnerables, por falta de camas hospitalarias. Tampoco yo logro entenderlo. Nos falta, al alcalde y a mí, el discernimiento para captar la lógica profunda que permite a los miembros de su gobierno autonómico poner trabas burocráticas ante esta realidad acuciante y decir que los medios del Estado se lleven a otro sitio, que Cataluña se basta y se sobra.

Tiene uno deformación jurídica, qué se le va a hacer, después de cinco años en la facultad y más de una década de ejercicio de la profesión. La situación descrita está servida para una denuncia penal, que si llega a la mesa de un juez de instrucción no será fácil de archivar. Denuncias va a haber, eso es seguro, con tanto muerto y tanta aflicción. Es el derecho de los ciudadanos, acudir a la justicia: es lo que a veces olvidan esos gobernantes que decretan confinamientos y a los que en estos días se ha oído decir, para conminar a la ciudadanía, que burlarlos puede ser delito, porque lo es contagiar a alguien una enfermedad a sabiendas. Cierto es, pero el tipo penal correspondiente no se limita al administrado al que en estos días alguno quiere degradar a súbdito. También puede incurrir en él la autoridad que no utilice todos los recursos que estén en su mano —o en su mano se pongan— para evitar o reducir el daño. Y el ciudadano perjudicado tiene acción para hacerlo valer.

De esas denuncias que habrá, alguna acabará en nada. Me vienen a la cabeza las que alguno ya está escribiendo para cargar todo el perjuicio de una situación de fuerza mayor y de difícil gestión y predicción al adversario político. Ya sean las que se presenten al bulto contra el gobierno central o contra los gobiernos autonómicos, de todos los colores, que gestionan la sanidad y han tenido que hacer frente a una embestida que nadie habría podido aguantar sin descomponerse.

Cuestión bien distinta serán las que partan de circunstancias particulares, bien acotadas y fundadas, y en las que puedan señalarse motivaciones espurias o negligencias clamorosas y específicas para la inacción o la obstrucción que finalmente se traduce en un daño. Esas darán lugar a diligencias. Deben dar lugar. Y debería advertirse a quienes concierne, igual que se advierte a la ciudadanía. O quizá debería hacerse algo más, mientras aún se está a tiempo de salvar a alguien. Pregunta ingenua, una más: ¿para qué sirve a estos efectos el mando único?

Entre tanto, la vida sigue, también para mal. Hablo con cierta frecuencia con mis amigos policías, guardias civiles y médicos, que son mis ojos y oídos ahí fuera. En cuanto a los segundos, día tras día me reportan que la presión de nuevos casos baja mucho, pero a las UCI aún les queda, y luego hay que recuperar el sistema de la desatención que el Covid-19 está provocando en todo lo demás. La gente sigue enfermando de otras cosas, y hay enfermedades cuya cura depende mucho de una detección precoz que esto va a impedir. Serán las bajas de segunda instancia de la epidemia, que no conviene perder de vista, y quizá hay que hacer más hincapié, ante la población deseosa de salir cuanto antes del encierro —todos—, en que no podemos permitirnos rebrotes, porque la primera oleada ha dejado el sistema temblando. Sin mencionar el desgaste psicológico de quienes lo atienden.

Tampoco es pequeño el de los que andan en la labor policial, esos que no merecen aplausos, según ilustres pensadoras de cierta izquierda, o que sólo están y siempre han estado con el poder y contra el pueblo, según leo a otra luminaria a quien he de reprimirme para no mandarle la famosa foto de los policías batiéndose en Barcelona en julio de 1936. Hablo a lo largo del día con varios, de cuerpos tanto estatales como autonómicos. Me informan de que sus filas empiezan a estar diezmadas por el virus, entre positivos, sospechosos, aislados por contacto con contagiados y personal con patologías que incrementan su riesgo —que sí, también los hay entre ellos y, para información de quienes menosprecian su sacrificio, no todos están en casa sustrayéndose a la posibilidad de enfermar—. Me cuentan que tienen que ir y venir, cuando van de paisano, padeciendo las restricciones que les ponen sus propios compañeros uniformados. Por ejemplo, en esos controles que dejan las autovías en un carril, generando atascos que nunca falta el madrileñófobo de guardia que toma por prueba irrefutable de la abyección de la Villa y Corte, cuyos habitantes perseveran en tratar de eludir el confinamiento. Lo malo es que a lo mejor te espera un fiscal, o un juez, o una toma de ADN a unos menores necesaria para la investigación de un asesinato —caso tristemente real y de hoy mismo—. Pese a todo, una de estas personas saca un rato para recoger una caja de libros destinados a los enfermos de Ifema. Mala gente que camina contra el pueblo y a favor del poder; no como los gallardos tuiteros del marxismo-leninismo reloaded que se dejan la piel contra el cristal del iPhone iluminándonos sin tregua.

En fin, pasará todo esto y habrá denuncias, pero también habrá que ir colocando más de un jarrón inservible en su anaquel correspondiente del trastero, y dando algo más de reconocimiento y de justicia a todos los que se la están jugando, y no sólo a los que nos caen bien o consideramos estandarte de nuestra ideología.

Termino el día viendo dos capítulos de La línea invisible, la serie que acaba de estrenarse sobre ETA; dirigida por Mariano Barroso. Es un cineasta solvente y se nota, pero prefiero esperar a verla entera antes de opinar. Llevo más de cinco años trabajando sobre el tema de ETA, para un libro de no ficción —Sangre, sudor y paz—, otro de ficción —El mal de Corcira, la novela de Bevilacqua recién acabada— y una serie de TV también de ficción, Rojo 30, cuyos guiones remato en estos días con Noemí Trujillo y Daniel Corpas. El asunto es amplio y complejo para despacharlo en un par de líneas. Más adelante, cuando la haya visto entera.

Actualidad, Diario de la alarma
About Lorenzo Silva
4 Comentarios
  1. Buenos días, Lorenzo.
    Te saludé hace ya unos días en Mercadona, desde lejos, como corresponde a estos días tristes y desangelados. Te sugerí que nos escribieses algo sobre la situación que todos estamos sufriendo y me he alegrado mucho cuando un amigo me ha informado que en tu blog estás ayudando a poner un poco de claridad, información, reflexión y opinión.
    Muchas gracias por tu aportación y que todos esos objetivos que tienes entre manos, pronto salgan a la luz y sean todo un éxito.
    Un abrazo ,…y que nos sigamos viendo.

    • Muchas gracias, Jesús. El diario es un repertorio de apuntes de urgencia, nada más. Por lo que me van contando, esto tiene varias novelas, pero esas piden su tiempo. Se lo daremos, mientras seguimos recogiendo testimonios. Un abrazo, vecino, en tanto nos vemos, y cuidaos tú y los tuyos.

  2. Estimado amigo , el diario de hoy me ha producido una profunda tristeza,me duele en el alma la situación de los ancianos en la residencias española.
    Me produce tristeza e indignación la actuación del govern de la Generalitat. No tiene nombre.
    Mi hermana, que es enfermera en un ambulatorio, me comenta que cada día van a visitarse más personas con ataques de ansiedad …
    ¿ Sigues bailando con Nuria resistiré ?
    Un abrazo telemático

    • Hace días que no… Hoy recuperaremos la costumbre, aunque a los mayores nos canse un poco la canción, a ella le encanta. Abrazo de vuelta.

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