Blog

11 abril, 2020

Diario de la alarma – Día 27

Ojo con dar la espalda

10 de abril – Apagón cultural

Voy a tirar la basura. Lo hago cada tres o cuatro días, para minimizar las salidas de casa y las oportunidades de propiciar el contagio, propio o ajeno. No exploto a mis desperdicios como mi vecina del Yorkshire a su perrito. Como sugiere hoy mi hermano en un tuit, los psicólogos perrunos, si los hubiere —que no me extrañaría— van a tener tarea cuando pase el confinamiento. Jamás había visto pasear a ese pequeño y más bien casero can y ahora lo veo cada vez que preparo algo sobre la encimera que da a la ventana de la cocina orientada a la calle. La vecina va siempre fumando. Mi amigo Carlos, con quien hablo hoy, me sugiere que a lo mejor en estos días tiene compañía en casa con la que no suele convivir y a la que no le gusta que fume. Me anoto el detalle, que sugiere una historia, no exenta de paradoja y susceptible de alguna compasión.

Carlos me cuenta también otra historia, por desgracia no imaginada: la de las diligencias mortuorias de su padre, fallecido a causa de un accidente doméstico en estos días, aunque antes de sufrirlo tenía síntomas compatibles con infección por coronavirus; circunstancia que, con su edad y estado físico, le hace pensar a Carlos que tal vez el accidente fue una manera rápida y piadosa de hacer el camino ya iniciado. Me ahorro los detalles porque no quiero ser indiscreto, pero el relato de mi amigo me hace ver hasta qué punto nuestros ritos funerarios, la burocracia y la liturgia de la muerte, se han vuelto sumarios e inhumanos con la epidemia. Me alivia ver, con todo, que el paso de los días parece haberle ayudado a encajarlo.

Perdón por la digresión, pero Carlos es un buen amigo, el mejor, y los cientos de kilómetros y el mar que nos separan no han sido nunca bastantes para abolirlo.

Estaba hablando de la basura. Como llevo bastante, voy en el coche, y de paso lo arranco, lo muevo un poco y así prevengo que se le descargue la batería. Eso quiere decir que le doy un par de vueltas a mi sector de la urbanización, por la calle central que le sirve de distribuidor y por el borde exterior, junto al olivar que ya es Casarrubuelos, es decir, Madrid, y los campos que se extienden, sin edificios a la vista, hasta la vía del tren y el arroyo que cruza el barrio. El circuito no tiene mucho más de un kilómetro y no me suelo cruzar con nadie, pero lo hago con una sensación de clandestinidad e infracción. También es extraña la mirada que tras la ventanilla lanzo a ese olivar y ese campo, junto a los que solía ir en bici con mi hija pequeña cuando la vida era normal. Ahora los veo como los vería el presidiario al que le están vedados, y apuro de otra forma, más agónica e intensa, su belleza verde, simple y elemental a la luz menguante del atardecer. Y ese silencio que lo envuelve todo: el silencio que empieza a manar también de nuestro corazón.

Hablando de silencio, hoy estaba convocado un llamado apagón cultural para protestar por la indiferencia gubernamental hacia la debacle del sector de  la cultura por la pandemia, indiferencia de la que hablaba ayer aquí mismo. En resumen se traducía en que los creadores debían abstenerse de producir y distribuir contenidos a través de las redes. Al oírlo pensé, la malicia nunca descansa, que para más de un usuario de las redes sería todo un alivio no estar expuesto a las canciones caseras, performances de terraza, poemas de emergencia o diarios innecesarios, entre otras paridas, que perpetramos y tratamos de infligirles quienes tenemos el vicio de crear y tratar de darle forma artística a lo que creamos. En suma, que era en cierto modo un arma de doble filo y una forma de agasajar a nuestros detractores. En parte por no dar ese gusto a quien preferiría verme callado, pero sobre todo porque no comparto el enfoque punitivo en la relación con quienes se puedan acercar a mi escritura, no he secundado el apagón y he publicado el diario correspondiente a ayer como cualquier otro día.

No entiendo mucho la filosofía de la iniciativa: el consumo de la creación artística es voluntario, quienes no la valoran se pueden eximir de sufrirla simplemente volviendo la cara —o no pinchando el enlace en las redes—. Lo mismo quienes tienen responsabilidades de gobierno y creen —quizá con razón, quiénes somos para enmendarlos— que la cultura es una fruslería de la que se puede prescindir. Al final un apagón como el planteado es una represalia que sólo opera sobre quienes nos apoyan con su atención, personas que además en estos días pasan por una situación de reclusión más o menos desagradable, y en algún caso por una angustia que la cultura puede aliviar. Que de hecho alivia, según me hace notar a lo largo del día una docena de lectores que se me dirigen amablemente para agradecerme la ayuda que les suponen mis libros hoy o les supusieron en alguna otra adversidad.

Nos guste o no, creo que nuestra mejor reivindicación pasa por seguir ofreciendo lo que hacemos, que además casi todos sentimos que debemos hacerlo, en las condiciones que haya y nos dejen, incluso frente al desprecio y la incuria; lo que nos sostiene no es, ni será nunca, la providencia gubernamental, aunque esta pueda y deba, como con cualquier otro sector económico donde hay empleo en juego, ofrecer puntualmente apoyo o asistencia ante las calamidades. Lo que nos sostiene a quienes creamos es la corriente de afecto que se establece con aquellos a quienes acertamos a servirles de algo y a embellecerles un poco los días. Ese es nuestro capital primero y casi diría que único, el que debemos conservar por encima de todo y para el que un apagón que alguien puede ver como pataleta se me antoja que puede ser una forma de menoscabarlo. Mi discutible opinión.

Tan discutible, que parece que el apagón ha funcionado. De no hacer ni caso, el Gobierno ha pasado a anunciar una reunión con los representantes del sector en la que no sólo estará el titular de Cultura, cuya irrelevancia en cualquier gabinete nadie ha retratado mejor que el austriaco Robert Menasse en La capital, cuando dice que en la Comisión si sale el comisario de Cultura al baño la sesión continúa, pero si sale el de Hacienda se interrumpe. En la reunión anunciada va a estar, de hecho, la todopoderosa ministra de Hacienda, o presidenta en la sombra. Que eso vaya a potenciar los resultados ya es cuestión más dudosa. Lo único que garantiza es que las quejas se podrán plantear a quien de veras manda, no a un ministro al que se le deja gentilmente que aparente tener la capacidad de decidir algo.

En todo caso, me inclino más a simpatizar con la toma de posición protagonizada por los intelectuales alemanes y austriacos, entre ellos el propio Menasse, que, encabezados por el gran pope Habermas, han firmado una carta en respaldo de los coronabonos. Los exigen a sus renuentes gobiernos no sólo como mecanismo de solidaridad intraeuropeo, sino como prueba del algodón de que la UE existe, ante esta crisis que es a la vez una oportunidad de ver cómo reacciona Europa cuando se ve sacudida por algo de lo que no se puede culpar a la torpeza de ningún Estado miembro, es decir, cuando se ve interpelada a lo bestia y como conjunto.

Me da que es más relevante esa asunción de responsabilidad por parte de los intelectuales en una comunidad, esa confrontación con los dogmas y las ideas recibidas del poder —que sigue apostando con arrogancia por parches como el que finalmente aprobó el Eurogrupo—, que la sola queja corporativa que al final suena como un «qué hay de lo mío», en momentos donde millones de conciudadanos no saben qué va a ser de ellos. No digo que sea ilegítimo, no digo que no pueda y deba alzarse la voz contra el maltrato de la cultura —y antes de la educación—; digo que si ese es todo el mensaje, y por la vía que se ha elegido, puede ser un error.

También hay que reconocer que los intelectuales germánicos se benefician desde siempre de una mayor consideración social de su actividad y del sector industrial que produce y distribuye sus creaciones, lo que les otorga más fuerza y autoridad para dar ese aldabonazo en la puerta del poder. Quizá hay que pensar en cómo ganarse esa autoridad, esa consideración. En fin, que volvemos a lo del afecto.

No dejemos de pedir que se nos otorgue el valor que se da a otros, ni más ni menos, porque es nuestro derecho, garantizado por el artículo 14 de la Constitución y respaldado por algún otro, como el 44. Pero busquemos la manera de atraer a la causa a nuestros conciudadanos, sin invitarlos a desertar de ella, y menos en días como estos. Es verdad que entre nosotros la cultura siempre ha tenido enemigos feroces, pero nos toca reconocer que no siempre hemos andado finos a la hora de defendernos de sus maniobras. Ya lo dijo Epicteto: nunca achaques sólo a otro el mal propio

Actualidad, Diario de la alarma
About Lorenzo Silva
4 Comentarios
  1. Si el articulo es esplendido y la reflexión la comparto, hasta la de los psicólogos de perros, rematarlo con un estoico es sublime. He leído todo lo q ha investigado Chamorro y Vila, espero la serie con ganas de confirmar que esta vez se ha elegido bien al actor, me defraudo el de la niebla y la doncella. Solo dar las gracias por el libro gratis

  2. Gracias por contestar

  3. Paisano Lorenzo, gracias por compartir…es un placer que en estos escenarios que nos han «impuesto» vivir, alguien como tú le de importancia a hacer sentir y no sólo a recibir algo físico, me gusta mucho el enfoque de algo así como la experiencia del usuario de la cultura, que creo que debería estar más cerca de la emoción que de la razón, empobrecida ésta última por el incesante devenir de datos y cifras que no me creo…
    Un saludo y salud para ti y los tuyos.

Deja una Respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *