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12 abril, 2020

Diario de la alarma – Día 28

Su serie sigue pendiente

11 de abril – La línea visible

Estoy procurando consumir menos información acerca de la pandemia. Me mantengo actualizado sobre las cifras de contagiados y fallecidos —para estar al tanto de la situación y su evolución—, sobre las normas que van aprobando el Gobierno y el Parlamento —para no infringirlas— y procuro leer las opiniones médicas y científicas que me parecen sólidas y documentadas. También echo un vistazo a las reflexiones de tipo más filosófico —cuanto más comedidas, más me placen, hay demasiadas incógnitas aún para mostrarse campanudo— y, por deformación e interés profesional, a lo que tiene que ver con la percepción de la seguridad y de quienes velan por ella en este contexto de excepción.

Leo en el que pasa por ser el diario más leído en mi país, y en cierto modo representativo de una cierta centralidad: «Que te pare por la calle la policía incomoda. Que lo haga la Guardia Civil incomoda un poco más.» Me detengo en las dos frases y las releo. No deja de ser llamativo, en primer lugar, el uso de la segunda y la tercera persona del singular con sentido de unanimidad. Ese «te» y ese «incomoda» viene a entenderse que nos representan a todos, esto es, que el periodista —que firma una crónica sobre la participación de militares en el despliegue para garantizar el confinamiento, no un artículo de opinión— parece considerar objetivo y generalmente aceptado lo que en su texto afirma. Lo escribe igual que podría escribir: «que te arreen una colleja molesta». Y tampoco deja de llamarme la atención la gradación que se establece, en cuya virtud la incomodidad inexorable que a todos genera la identificación a cargo de un guardia civil es superior a la que produce la identificación por un miembro de la policía, ya sea local, nacional, foral o autonómica.

Mi primera reflexión es que el libro de estilo del periódico en cuestión no debe de  contemplar que en estos casos el periodista escriba mejor «que me pare» y «me incomoda», pero quizá debería, para que veamos mejor que la pieza pierde en el acto su carácter de reportaje para migrar a las páginas de opinión. La segunda tiene que ver con cómo el texto denota la percepción preferente que es de buen tono en ciertos ambientes «intelectuales» y mediáticos mantener, incluso a estas alturas del siglo XXI, incluso en medio de una pandemia, respecto de servidores públicos que están exponiendo su salud y la de sus familias y que, si en estos días paran a un ciudadano en la calle, no es en general para fastidiarle gratuitamente, sino para protegerlo y proteger del riesgo que pueda crear al resto de la ciudadanía.

Que me pare un policía, en alguna de las contadísimas ocasiones en las que salgo, a mí puede causarme un retraso o una inconveniencia pero no me incomoda: lo entiendo perfectamente. Que lo haga un guardia civil no añade ningún matiz en absoluto: sé que por lo común se me dirigirá con tanta o más corrección que un policía. Y si tengo la mala suerte de dar con alguno que esté nervioso o no haya asimilado las enseñanzas que recibió en la academia respecto del trato a los ciudadanos, lo mismo puede pasarme con cualquier agente de otro cuerpo.

Me parece que no soy el único que ha leído esa crónica con un respingo. Lo que no me ahorrará seguir tropezándome con esa clase de generalizaciones de una visión particular —y en mi experiencia y conocimiento injustificada— y que se revisten del prestigio de verdades contrastadas e indiscutibles. Y no sólo en la prensa.

Termino de ver en estos días La línea invisible, la serie dirigida por Mariano Barroso sobre las dos primeras muertes provocadas por ETA y su primera baja en combate, el entonces joven líder de la organización Txabi Etxebarrieta, elevado a la categoría de apóstol y mártir por la izquierda abertzale. Los otros dos muertos se llamaban José Antonio Pardines y Melitón Manzanas, y uno era guardia civil y el otro policía, precisamente. La serie hace un cierto esfuerzo por acercarnos a ambos. Mucho más al policía Manzanas que al guardia Pardines, aunque en este caso es el policía el que tiene un perfil más siniestro y repelente, lo que por otra parte no deja de ajustarse aquí a la verdad. Manzanas era un jefe de la brigada político-social, la unidad de la policía franquista especializada en la persecución de la disidencia del régimen, en la que por una especie de selección natural inversa acababan los funcionarios más violentos y corruptos, que además hacían un uso generoso de la tortura y otras prácticas denigrantes. Pardines era un joven guardia civil de Tráfico al que Etxebarrieta ejecutó a traición mientras el agente trataba de identificar el coche robado en el que viajaba con otro miembro de ETA.

Dicho lo anterior, está claro que el protagonista de la serie es Txabi Etxebarrieta, rodeado por su círculo familiar y «profesional». En el primero están su madre, su hermana pequeña, su novia y su hermano mayor, que le precede en la adhesión a ETA y se ve apartado de la militancia por una enfermedad. En el segundo se integran sus compañeros —y alguna compañera— de la V Asamblea de ETA, la que decidió dar el paso del activismo al homicidio político. Estos son todos jóvenes, muy jóvenes, alguno incluso de físico aniñado, como el propio Txabi, que en las fotos que se tienen de él se da un aire bastante más adulto, como corresponde a un joven de veintiséis años de los 60. En cuanto al punto de vista, se acaba apartando de Txabi, al que se retrata como un joven atormentado y enardecido por su abuso de las anfetaminas —otro detalle real— para pasar a repartirse de forma difusa pero perceptible entre otros dos personajes: de un lado, una joven etarra embarazada —estado que como es bien sabido provoca empatía instantánea—, quien recita con timbre dulce y también aniñado la voz en off de apertura y cierre de la serie; de otro, el hermano retirado del activismo, que tiene que aguantar a pie firme, junto a la desolada madre, la tragedia de la pérdida de Txabi.

Una tragedia esta, dicho sea de paso, subrayada por cómo está rodada su muerte, con planos largos y detenidos; por la imagen casi esotérica del viento que, después de que un guardia civil lo abata en el enfrentamiento armado que Txabi inicia, abre las ventanas de su cuarto y agita las cortinas; por la imagen de Pietà de la madre identificando el joven cadáver desnudo en la morgue; por el funeral que aborta la policía represora aporreando a los concurrentes, féminas incluidas: nada menos que tres planos en los que se ve con claridad cómo un policía golpea o avasalla a otras tantas mujeres, compungidas y físicamente mucho más débiles.

En contraste, Pardines muere y sólo vemos su cuerpo en plano cenital y cómo le ponen una manta encima, más una llamada de su novia al cuartel cuando oye por la radio que han matado a un guardia, acción que queda en suspenso y sin resolver. Luego también hay un funeral, pero mucho más rígido y envarado. Melitón, el policía corrupto y torturador, perece ejecutado en el rellano de la escalera de su casa por un etarra que lo mira a los ojos mientras lo despacha. Como quien hace justicia.

Antes de la muerte hemos conocido bastante a Manzanas: es un tipo brutal, frío, ambicioso, infiel a su mujer, deshonesto. Quiere a su hija, aunque la atiende poco, y a su amante, aunque de la forma ventajista en que se quiere a una querida. El perfil no se aleja mucho de la realidad, pero esto es todo lo que hay, y el excelente actor Antonio de la Torre lo sirve con su solvencia habitual. En cuanto a Pardines, lo conocemos brevemente en el episodio de su muerte: en resumen, es un pobre chaval de pueblo, sin glamur ni grandeza de ninguna especie, que maniobra con torpeza para conquistar a la camarera de un bar de carretera. Nada que ver con Txabi, un estudiante brillante que renuncia a su novia, escribe poemas y al que se ve en entornos mucho más favorecedores: impartiendo clases ingeniosas en la universidad como profesor ayudante, oteando el infinito desde una barca mientras navega. Cierto es que ambas cosas son coherentes con las biografías reales de ambos. Pero el tratamiento cinematográfico está ahí, y no es en absoluto casual. Ha interesado indagar en la vida de Xabi Etxebarrieta y encontrar aspectos fascinantes y/o seductores que lo singularizan y lo enaltecen como individuo. Pardines, aunque el actor que lo encarna está muy bien y se le parece increíblemente, no da mucho más de sí: es lo que es, lo que ya preveíamos, lo que siempre han sido los que desde la pobreza han abrazado un uniforme. Sin apenas individuación.

Hay más detalles: ya se ha anotado que los etarras son todos jóvenes, majos y se puede añadir que en general están encarnados por actores atractivos. Como una especie de Al salir de clase con pistolas. Sale otro etarra que no es tan joven, el Inglés, uno de los fundadores, interpretado por Asier Etxeandia. Viaja en Mercedes, incluso en avión privado, y va siempre vestido como un dandy. Por contraste, Melitón lleva trajes sosos de los que desborda su barriga, una gabardina y una boina, indumentaria realista, pero que comparada con la del otro no deja de ofrecer ese contraste icónico, drástico y patente. Y los policías y los guardias civiles de uniforme, además del aspecto hosco que ya de por sí otorgaba la uniformidad franquista, son en general gente de fisonomía ruda y desagradable. Pero como se puede ir todavía un poco más allá, la serie no deja de explorarlo.

En todas las ocasiones en las que aparecen miembros de la Policía Armada disolviendo manifestaciones a golpes llevan el casco modelo Z42, copia del casco alemán de la segunda guerra mundial y reglamentario en el ejército español durante bastantes décadas. También lo fue de uso común en la Policía Armada, pero sólo hasta la década de los 60, en la que se sustituyó por el modelo M1, de plástico, redondo y de inspiración norteamericana. Restos de Z42 quedaban en algunas unidades, pero si uno mira la prensa de la época, por ejemplo fotos de las protestas estudiantiles de 1965 y 1968, recopiladas en algún reportaje de ABC, aparecen exclusivamente cascos redondos. En la serie, sin embargo, incluso en la disolución a golpes del funeral de Txabi —junio de 1968—sólo se ven cascos Z42, es decir, en el subconsciente de muchos, a un grupo de nazis dando estopa a civiles desarmados, que a todos nos recuerdan… No hace falta decirlo.

Entiéndase bien: no es imposible, cascos de esos quedaban, aunque ya no fueran, por incomodidad y aspecto, los habitualmente utilizados. Pero ante la duda…

Expuesto cuanto antecede, me parece de justicia reconocer el sólido ejercicio de realización que, como no puede ser de otro modo, desarrolla Mariano Barroso. No es menos justo reconocer el trabajo sobresaliente de muchos de los intérpretes, incluidos algunos de los más jóvenes; también Àlex Monner, que hace de Txabi con una intensidad que al principio me estorbaba un poco pero acabé entendiendo y aceptando como una solución inteligente y ajustada para su personaje. Con nota pasa también la serie los apartados de producción, ambientación y fotografía. En suma: se trata de una narración audiovisual de alto nivel y enorme interés. Y que su protagonista sea un partidario de asesinar al prójimo no sólo es artísticamente legítimo, sino que se inscribe en una brillante tradición, glosada por De Quincey y con nombres tan señeros como los de Fiódor Dostoievski o Jim Thompson.

Lo que no puedo dejar de anotar es que, sin ignorar los muchos aspectos tétricos y repugnantes del régimen entonces vigente en España, y su capacidad de envilecer las instituciones, incluidas la Policía y la Guardia Civil —en términos que por edad apenas puedo recordar, pero he contrastado a menudo con mis mayores y con los viejos del lugar de esos cuerpos—, el relato de La línea invisible se esfuerza más en la empatía con quienes promovieron y aceptaron el homicidio como arma política que con quienes no por ser funcionarios públicos bajo un régimen odioso eran sin excepción esbirros o moralmente despreciables. Con quienes incluso, en esta y otras historias, desempeñaron, como Pardines, el papel de víctimas. Esa es la línea visible que, como he tratado de argumentar, atraviesa la serie.

Y eso me invita a hacerme unas cuantas preguntas, que toman un cariz especial en estos momentos en los que los herederos de Txabi no matan porque ya no pueden, pero tampoco ayudan en nada a salir de la que tenemos encima, y los herederos de Pardines ahí están, jugándose la piel frente al virus después de habérsela jugado y haberla perdido más de doscientas veces, para devolverles a los vascos y a todos los españoles el derecho y la libertad de no ser asesinados por sus ideas.

No me voy a apresurar a responderlas, esas preguntas. Meditaré sobre ellas.

Postdata de 25 de mayo: Ha merecido esta entrada del diario una cita en una amplia reseña sobre La línea invisible publicada en El Cultural por Enric Albero, cuya lectura recomiendo porque contiene varias reflexiones interesantes —por ejemplo, sobre la extraña voz en off que abre y cierra la serie, aunque quizá no se haga todas las preguntas que cabría hacerse sobre su función y sobre el porqué de su inclusión, tan llamativa—. Al final alude a este diario para deslizar que, en la medida en que se aparta de su criterio, que debe de ser el auténtico, vendría a contener una interpretación descaminada. Como he leído a Montaigne y me pareció convincente, yo me limitaré a decir que él tiene su opinión y yo la mía y que ahí están las dos para lo que puedan servir, a quien de algo sirvan, si es que de algo sirven. También la lectura de Montaigne me previene contra su arriesgada comprensión de los asesinatos selectivos (!) y contra la teoría de que el terrorismo de ETA algo de útil tuvo. Respecto de lo primero, permítaseme recordar este bello pasaje de los Ensayos: c’est mettre de ses conjectures à bien haut prix, que d’en faire cuire un homme tout vif. En muy alta estima hay que tener la propia conjetura para justificar en su virtud un sacrificio humano. En cuanto a lo segundo, de qué sirvieron los asesinatos de ETA, prefiero guiarme en este caso por el criterio del PCE, que en 1968 ya hacía muchos años que había abandonado la lucha armada contra la dictadura, interpretando —con buen juicio, como luego se habría de ver— que la democracia vendría por otra vía.

Actualidad, Diario de la alarma
About Lorenzo Silva
2 Comentarios
  1. Me encanta como escribe Lorenzo. Empatizo con sus ideas y no dejo de reconocer que series como esta, no intentan más que inducir a » la borregada» a justificar el asesinato, para autocomplacer sus más bajos instintos y su mayúscula miseria.

    • No sé si sólo intenta eso, seguramente no, pero la historia, por decirlo de un modo suave, tiene otros recovecos que deja inexplorados.

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