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17 abril, 2020

Diario de la alarma – Día 33

Un trozo de mi libertad

16 de abril – La libertad es una librería

Miles de muertos significan un caudal de ira descomunal. Los que siempre andan pendientes de la recolección de la ira lo han identificado, y se aplican a sacarle el rédito que todo capital, bien invertido, puede dar a quien lo administra. Mal hará quien en estos días, en cualquier lugar del mundo —esto es una pandemia— ocupe una poltrona oficial y no comprenda que su cabeza huele a pólvora. Se exceptúan dictadores y autócratas, provistos de sistemas de represión o desvío de la ira hacia donde más convenga y menos les salpique. Los demás, agárrense: vienen curvas.

Al president vicario de la Generalitat ya le ha caído una denuncia por homicidio imprudente, relacionada con los hospitales puestos en marcha por españoles de uniforme que no le pareció oportuno validar, en municipios donde la gente agonizaba en sus casas o en pasillos de ambulatorios. No había que ser muy largo para imaginar que a alguien le molestaría la situación. Sólo ha hecho falta que lo ponga en un papel, y una juez de Martorell ha visto en el asunto indicios suficientes para elevarlo al Tribunal Superior de Justicia de Cataluña, ante el que está aforado el denunciado, no se sabe por cuánto tiempo —tiene una condena pendiente de confirmarse que le privaría de ese privilegio procesal—. Torra se ha mostrado escandalizado: no debería. Los ciudadanos hacen uso de sus derechos, él puede hacer uso del suyo y buscarse un abogado que le defienda, y si no hay base para  imputarlo, ya se archivará la denuncia tras examinarla con todas las garantías.

Otro tanto sucede con el gobierno central. Son tantos los muertos en condiciones degradantes e inadmisibles, tanta la ira y la impotencia de sus familiares, que hay fuerzas políticas, situadas en su oposición, que han visto en esa materia prima emocional el combustible ideal para prenderle fuego a la coalición gobernante e impulsar su propio cohete. Es una práctica que puede suscitar reparos éticos, y más cuando aún estamos en medio de la tribulación, pero la tentación es demasiado fuerte y pocos políticos se resisten a ella. Los muertos de otro son tan incómodos para ese otro como caros a su oponente. Y no es una cuestión de humanidad: los mismos que se muestran tan afligidos y enlutados por las víctimas del coronavirus arrugaban la nariz y acabaron apartando la mirada ante los del Yak-42, y eso que se trataba de militares, a los que tanto dicen querer. Y para no acabar de deprimirnos, no hablaremos del 11M y del espectáculo y la fractura que supuso; una fractura de la que dieciséis años después no hemos salido aún.

Cuando uno manda y bajo su mando se producen bajas, no tiene más remedio que afrontarlas, y hacerlo con todo el empeño y toda la inteligencia de que sea capaz, entre otras cosas apurando hasta el extremo la diligencia para minimizarlas. También con toda la sinceridad y toda la autocrítica que resulte posible, sin llegar al extremo de inmolarse junto a los caídos. Si no lo hace, le sirve en bandeja a su enemigo la oportunidad de utilizarlos para atizarle. Y esa oportunidad, aunque no diga mucho bueno de la condición humana, rara vez se desaprovecha.

En este caso, para enturbiar aún más el panorama, tenemos el engorroso detalle de la poca claridad y fiabilidad de las cifras. Empezando por China, escenario inaugural de la pandemia, cuyos muertos, vistas las semanas de descontrol que tuvo la enfermedad allí y lo que pasa en lugares donde el virus también ha corrido alegremente —Italia, España, Reino Unido, Estados Unidos— no se los cree ya ni la presidenta del club de fans de Xi Jinping. Nuestras cifras, que son y parecen más verdaderas, tampoco están completas, gracias a la mortandad en las residencias, con tintes de masacre: se habla ya de más de 10.000 muertos, sólo en ese entorno, la misma cifra de una de nuestras grandes catástrofes históricas, el desastre de Annual de julio de 1921, que le costó a un rey su corona. A las que deben sumarse las acaecidas en domicilios donde enfermos febriles esperaron hasta la muerte a una ambulancia o un médico del 061 que jamás llegaron. Y aun sin eso, rondamos ya los 20.000 muertos, con la mayor tasa por millón de habitantes del mundo.

Es tremendo, incluso demencial. O el gobierno desarrolla a toda prisa un discurso algo más elaborado y más sólido al respecto, o hace como sea por construir una solidaridad nacional frente a la hecatombe, o esta se lo llevará por delante. Y lo peor es que puede encumbrar a los menos constructivos de sus adversarios, con la pasiva y quizá suicida aquiescencia del supuesto líder de la oposición. Que este no tenga casi voz ni discurso, más allá de arrastrar los pies, puede deberse a que bajo esos 20.000 muertos —como mínimo— está la gestión de su partido en la sanidad de muchas comunidades autónomas, empezando por la de Madrid, que es la más afectada por el virus. Lo que cabe dudar es que esa sea una estrategia acertada. Si hay corresponsabilidad en la debacle, es ingenuo aspirar a conseguir que la cuota de uno se desvíe hacia otro, que cargue con toda la culpa y reciba el castigo que a uno le pueda corresponder. Ese triple mortal puede salirle, tal vez, a quien no está sometido a la rendición de cuentas de un Estado democrático y de derecho. Entre nosotros, conducirá a que todo el beneficio se lo lleve quien pueda ponerse de perfil porque no ha administrado jamás un ministerio ni una consejería.

Más sabio sería, quizá, alcanzar un consenso sobre la fuerza mayor que esto ha supuesto para todos, aceptar que todos los que administraban algo han cometido errores que agravaron el destrozo y asumir como comunidad ese quebranto, porque si no, no vamos a tener dinero en las arcas públicas para indemnizarnos a nosotros mismos, con impuestos que sólo nosotros podemos pagar. Y reservar la condena a las imprudencias flagrantes y conscientes y a las acciones dolosas que han supuesto daño a los ciudadanos.

Dicho lo anterior, es probable que la ira siga su curso, igual que su explotación, igual que las vanas tentativas de endosar a otro la torpeza propia. Lo que sólo puede redundar en erosión masiva del edificio; y algún precedente tenemos, en nuestra propia historia, de dónde nos lleva esa dinámica. En el mejor de los casos, a perder buena parte de nuestras oportunidades como comunidad: aquí, de las que se abrirán en el proceso de reconstrucción mundial tras la pandemia. 

Ojalá me equivoque.

Huyo de estas reflexiones desoladoras —que lo son entre otras razones porque lo primero que entre nosotros sufre y se rebaja cuando se abre la veda de la ira son las libertades, y desde la libertad escribo y he aprendido a apreciarlo— gracias al Instituto Cervantes, que para celebrar la fiesta del Libro y el recuerdo anual del autor del Quijote, que en esta ocasión sucede en confinamiento, me invita a mantener un encuentro en su canal de Instagram con sus seguidores. Se trata de reivindicar el papel de las librerías, no sólo en el comercio y la difusión de los libros, sino también en la construcción de la libertad de los lectores, en la estela de una frase del Premio Cervantes 2019, Joan Margarit: «La libertad es una librería».

No tengo Instagram, nunca lo he querido tener, creo que por buenas razones, y menos proclive aún soy a retransmitirme desde mi casa al mundo. Pero esta es una circunstancia tan excepcional que todos estamos haciendo cosas que jamás habríamos hecho, y hay una buena razón para que así sea. De modo que a las siete en punto, hora a la que está convocado, le doy al botón de la pantalla de mi móvil para dar comienzo al primer —y acaso último— directo de Instagram de mi vida. Con un resultado calamitoso: aunque tengo buena cobertura 4G, la aplicación se queda enganchada en un proceso de reinicio en bucle por un supuesto problema de conexión. Desarmo a toda prisa el tenderete y bajo al salón, del que desalojo con excusas atropelladas a Noemí y a Núria. Allí, a apenas dos metros del rúter, intento conectarme por la fibra óptica de alta velocidad que tengo en casa. Mismo problema que antes.

Llamo a Laura, del Cervantes, para darle cuenta del problema técnico, que parece insoluble. Estoy solo ante el peligro y la audiencia defraudada. Ella consulta con alguien, también está sola en su casa, como casi todos ahora. Parece que va a haber que abortar. Entonces caigo en la cuenta de que el iPhone es un miniordenador y que hace muchos días que no lo apago. Puede ser un problema de que su memoria esté demasiado cargada para gestionar la conexión. Lo apago y reinicio y, alehop: lo que no funcionaba arranca sin problemas a las siete y veinte. Mientras pido excusas por el retraso y explico el problema, doy gracias al privilegio que supuso para un chaval de barrio de 1981 que le pusieran en las manos en el instituto un Apple II. Desde entonces, he aprendido, aun sin especializarme como informático, a no perder la calma y no dejar de buscarme mis propias soluciones a los problemas con los ordenadores y sus periféricos, que en una proporción enorme de los casos, debido al atraso deplorable de esta tecnología —nadie aceptaría que un molinillo de café o una aspiradora hubiera que estar enchufándolos y desenchufándolos para que funcionaran— pasan por el recurso al apagado y encendido.

Deshecho el conectivo entuerto, repaso para quienes amablemente me soportan desde los rincones más remotos del globo —desde Montreal a Nueva Delhi, desde Estocolmo a Kuwait, pasando por América Latina y unos cuantos lugares de España— mi experiencia como visitante y viajero por las librerías, que es lo que me pidieron desde el Instituto Cervantes. No es una experiencia baladí: entre otras cosas, fue en una librería, Laie, en la calle Pau Clarís de Barcelona, donde nos conocimos Noemí y yo. También a petición de los organizadores expongo alguno de los libros de mi biblioteca con alusión al lugar, la librería, donde los encontré.

Entre ellos, uno del propio Joan Margarit, el que me autografió en la librería Jaimes de Barcelona cuando me acompañó allí en 2016, en la presentación de la reedición en el 20 aniversario de La sustancia interior. Y un par de joyas, de las pocas que tengo, porque no soy bibliófilo en ese sentido que implica la búsqueda compulsiva de primeras ediciones y similares. Una edición de 1932 de La marcha Radetzky  de Joseph Roth —no es la primera, sino la tercera, pero es el año de publicación de la obra, y el libro, de la berlinesa Gustav Kiepenhauer Verlag, está impecable— y otra no fechada de El infierno tan temido de Juan Carlos Onetti, la primera en libro, de la montevideana Ediciones Asir. El primero me costó un euro en una enorme y muy desordenada librería de viejo de Varsovia. El segundo, quinientos pesos en el mercadillo Tristán Narvaja de Montevideo. Son dos ejemplos de cómo un libro y el lugar donde lo encuentras componen un trozo de memoria, de vida y libertad.

A recobrar esa libertad, no sólo de movernos por el mundo, sino de ir a las librerías para hallar en los libros formas de hacerlo incluso cuando no nos dejen, invito a los lectores que me escuchan antes de terminar el directo. Luego hablo con Laura, para ver si todo ha ido bien. Me dice que ya me puedo hacer instagrammer. Le digo que dudo que esa sea una buena idea, para mí y para el resto de la humanidad. Cuando le cuento luego por teléfono a mi hijo Pablo que acabo de hacer un directo de Instagram se parte de risa. Le digo que lo vea. Que se podrá reír aún más.

Por la noche, comparto con Núria el cuento que nos toca hoy de Corazón, de Edmondo De Amicis, que le estoy leyendo en el ejemplar que me regalaron a mí hace casi medio siglo. Es El pequeño escritor florentino. Noto mientras se lo leo que le gusta, más que el anterior, El pequeño vigía lombardo, que la verdad es que es un poco demasiado triste. Este acaba bien: el chico que se queda por la noche haciendo a escondidas el trabajo de escribiente de su padre, para ayudarle y ayudar a la manutención familiar, y que ve así bajar su rendimiento en la escuela, ante el enfado y el reproche de ese mismo padre al que está ayudando, acaba siendo descubierto por su progenitor, que le abraza conmovido. Tiene su punto sensiblero, sobre todo la traducción española, algo acartonada, pero a ella, que no repara en estas pejigueras de adulto maniático, le encanta.

Y me gusta que así sea.

Es mejor, siempre, encajar con generosidad la ira injusta que ser quien se muestra injustamente iracundo con el prójimo, o quien encuentra en la ira de otro, justa o no, la escalera más a propósito para llegar al lugar que ambiciona.

Actualidad, Diario de la alarma
About Lorenzo Silva
4 Comentarios
  1. ¡Menudo es usted! Mira que llevarles una novela a los editores bajo seudónimo….La he leído y sobre todo, es el final lo que mas me ha gustado pues le da sentido al resto de la novela. Esperando estoy, la vuelta de nuestros amigos beneméritos, Vila y Chamorro, que no deben tardar mucho ¿no?

    • Fue sin mala intención… Los beneméritos volverán en cuanto abran las librerías. El libro ya está hecho. Gracias por la espera y un abrazo.

  2. Estimado Lorenzo, perdón por el tuteo inicial, pero la cercanía de la lectura de sus libros y la asistencia a clases impartidas en algún que otro curso de formación en academias de la Guardia Civil hacen que me haya decantado por ello.

    Asiduo de su blog, tras leer este último puedo decir que si, en general estoy de acuerdo. No hay nada más penoso que intentar medrar a costa de los muertos y/o ampararse en ellos para cercenar libertades.

    La cuestión que veo estos días es, para mi, de una tragedia mayúscula si nos atenemos a la pérdida de vidas y a la situación económica a la que como país nos vemos abocados por las medidas que ha habido que adoptar y que estoy convencido que, en la forma, hubieran sido las mismas a adoptar por cualquier otro partido. Ahora bien, es el fondo lo que preocupa. Yo soy uno de esos convencidos que creen que si no fuera por los políticos, España estaría compitiendo en primerísima línea mundial. Considero que este país está cuajado de gente valiosa en todos los ámbitos y cuenta con capacidad intelectual y material suficiente para afrontar problemas de esta y otra índole, por lo que no creo que, en relación con la gestión del gobierno la falta de pericia o experiencia de gestión de los actuales inquilinos de Moncloa, sea el problema, porque insisto, hay gente valiosa y capaz en todas las áreas afectadas que podrían haberlo hecho mejor si lea hubieran dejado. Creo firmemente que muchas de las decisiones tomadas tienen un fin, terrible para mi, pero un fin político. Ahora bien y centrándonos en el caso que nos ocupa, es el fondo de la cuestión lo que me preocupa tremendamente. En anteriores tragedias acaecidas todos los gobiernos afectados han tratado de ocultar mala gestión o corrupción y otros aprovecharse de ello. En este caso percibo en el actual, movimientos encaminados a asentar las bases para posibilitar a corto/largo plazo, un cambio de régimen en España. La falta de pluralidad en los medios televisivos aliados todos por el mismo servilismo, las maniobras en la sombra para hacer política y las aparentes bravuconadas con terrible trasfondo que sistemáticamente vierten en redes sociales los máximos dirigentes y sus acólitos es lo que realmente me preocupa. Aprovechar la tragedia para moldear cambios y sociales es terrible.

    Marcos

    • No funcionará, si esa es la estrategia, que dudo que lo sea más que de alguno, de forma torpe y aislada. Cambiar un régimen sin consenso es inviable en democracia, y abolirla, cuando existe, lleva algún trabajo. Gracias por la lectura.

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