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19 abril, 2020

Diario de la alarma – Día 35

Honrosas insignias

18 de abril – No es esto

Nos anuncian hoy que el estado de alarma se prolongará al menos hasta el 9 de mayo, aunque para compensar el mazazo que esto supone se aclara que a partir del 27 de abril se dejará salir a los niños, que para entonces ya habrán cumplido más de cuarenta días en confinamiento. No falta quien bromea sobre el privilegio que sobre las criaturas humanas tienen las caninas, que durante este mes y pico de encierro han podido salir a gusto a husmear esquinas, regar alguna de orín y plantar en las calles más de un «pino» que el dueño se habrá hecho el loco para no recoger. Hay mensajes aún más mordaces, acerca de la importancia creciente y desproporcionada que cobran para algunas personas los cuadrúpedos peludos, mientras se incrementa su indiferencia por cualquier bípedo implume que no sean ellas mismas. No quiero meterme en esta refriega, he tenido perro y he disfrutado mucho de su compañía e inteligencia —sin olvidar nunca que era un animal—, pero es verdad que esta situación deja al descubierto algunas aristas de nuestra forma de estar y de vivir que como poco suscitan alguna incomodidad.

Lo que se apunta es que nuestros gobernantes, después de casi cinco semanas decretándonos sin parar, parecen haber tomado conciencia de que la gente, tanto la menuda como la no tan menuda, está hasta el gorro y urge darle algún alivio para que el hartazgo no se convierta en insumisión. De ahí el anticipo de la apertura de esa válvula, a nueve días vista, una distancia salvable. A partir del 27 de abril, quien tiene un niño tiene un tesoro, esto es, una posibilidad de oler la calle más allá de las diligencias perentorias que hasta ahora preveía el decreto de alarma, y entre las que se incluía el aireamiento perruno. Tal vez empiecen a verse anuncios de gente alquilando a sus niños, o a niños preguntando por la calle a su padre o a su madre por qué hay que salir otra vez, mientras el progenitor de turno fuma, hace ejercicio o simplemente saborea el placer de callejear sin prisa por hacer un recado que le justifique frente a una patrulla policial.

Hablando de patrullas policiales: se ha difundido un vídeo en el que dos jóvenes agentes —así lo parece, por la complexión y agilidad de ambas— reducen a porrazo limpio a un individuo que estaba plantado en un paso de cebra desafiando con signos de embriaguez o desequilibrio mental la orden de confinamiento. Se difunde a posteriori que el sujeto llevaba un cuchillo el grandes dimensiones que habría exhibido en actitud amenazante. Lo cierto es que en las imágenes que han circulado, grabadas por un vecino del barrio, no se ve ese cuchillo en ningún momento, y que cuando las dos policías se le acercan porra en mano, una por la acera y la otra cerrándole el paso por detrás, el hombre parece deponer con claridad su actitud y someterse a la fuerza pública. Eso no le exime de recibir una somanta de palos, varios ya tendido en el suelo, cuando hay no menos de media docena de agentes ya arremolinados en torno a él para reducirlo.

No me gustan los juicios sumarios, y menos los que se basan sólo en una de las pruebas que puedan estar disponibles, pero salvo que se aporten otras, lo que muestran esas imágenes, que como es de suponer se han hecho virales, aparece a los ojos de cualquier ciudadano como un abuso policial intolerable. Con esa superioridad numérica, y ante un detenido que no se encara y en seguida se va al suelo, no parece que exista ninguna necesidad de emplear las defensas con esa contundencia y esa reiteración. Salvo que mientras hacía todo eso estuviera amenazándolas verbalmente, con alguna frase del tipo «venid a cogerme que os voy a rajar», me resulta muy difícil comprenderlo: que se actúe así y que se haga además a plena luz del día, corriendo el riesgo de que la actuación quede registrada y propicie tan penoso espectáculo. Con lo que supone para la percepción de cómo se ejerce la autoridad en un Estado que puede hallarse en alarma, pero no ha dejado en ningún momento de ser social, democrático y de derecho.

No soy de los que se apresuran a ignorar la presión y tensión con que a menudo se desarrolla el trabajo policial, en contacto directo y continuo con esa parte de la sociedad que los demás preferimos no ver. Una presión que se incrementa en estos días, porque hay ciudadanos de natural indisciplinado, otros que están hartos del encierro y otros que son indisciplinados, están hartos y son además violentos. Tampoco soy de los que compran esos discursos burdos y facilones con los que se desacredita a cualquier colectivo, ya sea el de los policías, los abogados o los corredores de seguros. Y tengo razones para ver con simpatía a quienes salen por ahí con una placa a tratar de hacer cumplir las leyes, y no sólo porque los haya convertido en protagonistas de mis novelas. En una vitrina guardo, entre otras, tres insignias: una es la del Cuerpo de Seguridad de la República, al que perteneció mi abuelo Manuel; las otras dos corresponden a las órdenes del mérito de la Guardia Civil y de la Policía con las que se me ha hecho el honor de distinguirme.

En suma, que no soy sospechoso de tener alguna fobia hacia los funcionarios/as policiales, pero salvo que alguien dé explicaciones que no me constan, ante unos hechos así sólo me sale decir: no es esto. No lo es y además, por difíciles que sean las circunstancias, por insolentes y hasta imbéciles que puedan ponerse algunos, un policía no debe olvidar que su función principal, hacer valer la ley, implica hacer valer también, sin mermarlos gratuitamente, los derechos y libertades de los ciudadanos. Tiene que ser, y parecer, quien vela por ellos; no quien los avasalla. Si los días de estrés y trabajo extra están afectando a la capacidad de entenderlo de algunos funcionarios o funcionarias, o si a alguno no le han formado o instruido adecuadamente para asumirlo, quienes tienen la responsabilidad de dirigir los cuerpos respectivos deberían ponerse las pilas.

A lo mejor, entre otras cosas, hay que preocuparse por las condiciones en que están haciendo su trabajo. No será nunca una excusa para atropellar a nadie, pero es un factor que quien tiene la responsabilidad de dirigirlos tiene también el deber de supervisar y mantener bajo control. Sería una triste gracia que esta situación y los errores de unos cuantos echen por tierra la conciencia social, necesaria y valiosa para quien ejerce la autoridad, de que los policías están al servicio de la ciudadanía y no son un hatajo de perros de presa que se divierte sacudiéndola, como más de uno está deseando hacer ver y no perderá ocasión de decir.

Sería una triste gracia que esta escena, o cualesquiera otras similares que se hayan producido en estos días, sean el síntoma de algo más preocupante: el desgaste de lo construido entre todos —una sociedad con carencias y defectos, como todas, pero provista de una razonable libertad y algún control del poder arbitrario— como consecuencia de la angustia, la opresión y el trastorno que nos ha traído la epidemia, aumentados por las medidas adoptadas para combatirla.

Leo las declaraciones del norteamericano David Quammen, un divulgador científico que hace tiempo avisó de este concretísimo riesgo que nos ha caído encima: la transmisión a los humanos de virus alojados en los murciélagos y la subsiguiente pandemia. Incluso lo explicó en un libro, cuya traducción española, con el título de Contagio, sale en los próximos días y huele a éxito editorial incluso con las librerías cerradas. Dice dos cosas terribles, por lo ciertas que suenan: la primera, que los seres humanos somos demasiado abundantes, más que cualquier otro gran animal, y que eso antes o después la propia dinámica de la naturaleza va a regularlo; la segunda, que la ciencia sabía que esto podía ocurrir, que los políticos también lo sabían porque los científicos se lo habían dicho, no una sino varias veces, pero prefirieron especular con que la pandemia no sucedería en su mandato y dejar que fuera otro el que tuviera que gastar el dinero necesario para prevenir y mitigar sus efectos. Por eso nos ha pillado sin mascarillas, respiradores, equipos de protección ni capacidad suficiente para hacer las pruebas que habrían reducido mucho, con toda seguridad, la mortandad que hemos padecido.

La verdad, tras leer sus palabras no me gustaría estar en el pellejo de ningún gobernante. En realidad no me gustaría estar nunca. Me fascina la facilidad con que los que mandan o aspiran a mandar olvidan que, aparte de permitirles pasar revista, la posición que ocupan implica hacerse cargo de cuanto pueda salir mal, que siempre será bastante; a veces, demasiado. Por eso Jenofonte no quiso ser el jefe, y cuando al final del viaje lograron liarlo y se encontró con que sus hombres combatían para alguien que no les pagaba lo acordado, lamentó haber accedido.

Termino la jornada leyéndole a Núria el cuento de hoy. O uno de ellos, cada noche nos pide leer más. Parece que este confinamiento que tanto nos va a hacer perder va a permitir al menos que ganemos una lectora empedernida. Hoy ha descubierto con Noemí La historia interminable, a través de la película, y al saber que había un libro le ha pedido leerlo. Guardo en mi biblioteca el ejemplar en el que lo leí yo, cuando apareció, hace treinta y muchos años. Dudo si entrará a su edad en un texto así, pero vaya si entra. Le encanta descubrir las diferencias entre la película y el libro, como un secreto sólo accesible a su nueva secta, la de los lectores, y del que no participan los meros espectadores. Por ejemplo, que Bastian es gordito.

De Corazón nos toca hoy El tamborcillo sardo. Recuerdo mientras se lo leo cuánto me impresionó a mí esa historia en su día. A ella también le impresiona. El valor del tamborcillo, corriendo bajo el fuego enemigo. La naturalidad con la que asume haber perdido la pierna, por no haber dejado de correr tras recibir un balazo, para llevar el mensaje de su capitán y salvar a su compañía. La emoción del capitán al descubrirse ante el chaval en el hospital de campaña, y cómo le explica por qué lo hace: «Yo sólo soy un simple capitán, tú eres un héroe». Me vienen a la memoria los perfiles de médicos muertos por el coronavirus que llevo leídos en la prensa a lo largo de estos días: son unos cuantos ya. Y pienso que esta situación que vivimos reproduce una y otra vez ese esquema: héroes dirigidos por simples capitanes.

Actualidad, Diario de la alarma
About Lorenzo Silva
4 Comentarios
  1. Yo leí de bastante pequeño también «La Historia Interminable» (y también hace treinta y tantos años) y recuerdo como el juego de colores en la tipografía me enganchaba.
    Es un libro que se disfruta. Espero que lo haga.

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