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21 abril, 2020

Diario de la alarma – Día 37

Nadie nos calle (óleo de Núria Cátedra)

20 de abril – Incluyendo a quien quiero (cuando quiero)

Hoy he bloqueado por primera vez a alguien en Twitter desde hace mucho tiempo. Hace cerca de dos años que decidí «zombificar» mi cuenta en esa red social, o lo que es lo mismo, dejar de tuitear, para convertir mi perfil en un mero tablón de anuncios en el que cuelgo enlaces a publicaciones, extractos de alguna de ellas o retuiteo mensajes o enlaces de interés, así como las menciones cordiales que recibo, como forma de agradecimiento. Nada más. El procedimiento aplicado ha logrado su objetivo: ahorrarme el mucho tiempo que antes me hacía perder la red del pajarito azul y los venablos de toda índole que me dirigían personas que no estaban de acuerdo con mis pronunciamientos, mi forma de ver la literatura o la vida o a las que simplemente no les gustaba mi cara. Desde que saben que no contesto, porque no tuiteo, esas personas han dejado de interpelarme, lo que prueba que quien en la red falta a otro suele paradójicamente pedirle atención.

De vez en cuando alguien reacciona de forma airada a un artículo que comparto, con una salida de tono, una coz o un improperio. Cuando lo veo, si lo veo, me limito a silenciar la cuenta en cuestión, más que nada para evitar el riesgo de volver a leer algo escrito por quien no sabe discrepar sin intentar ofender. Hoy, sin embargo, he optado por el bloqueo, porque no sólo no deseo volver a leer lo que esa persona tenga a bien escribir o escribirme, sino también evitarle la oportunidad de juzgar lo que a mí se me antoje oportuno expresar en los textos que comparto.

El detonante del comentario, zafio y prepotente como es divisa de cierto paisanaje tuitero, fue un pasaje de la entrada de este diario de ayer, que extracté en un tuit que difundía el enlace. En particular, el que se refería al personal médico y de enfermería que en estos días acompaña a las personas que mueren solas, al hilo de la historia que cuenta Edmondo De Amicis en El enfermero del Taita. El tema de ese cuento es la empatía con los dolientes, incluso desconocidos, y el mensaje iba en esa misma línea. Por eso me pareció oportuno aludir a los sanitarios haciendo mención diferenciada a los médicos y médicas, enfermeros y enfermeras. Porque quien toma la mano de un moribundo no es un genérico, sino un niño en el cuento de De Amicis y un hombre o una mujer en la pavorosa realidad de nuestro presente; y me interesaba marcar que en el colectivo de enfermería, que suele feminizarse, hay muchos hombres, entre ellos algún amigo mío, y entre los médicos existe una presencia femenina cada vez más abrumadora. Quería representar ante el lector la gama completa y precisa de modalidades de esa Pietà contemporánea.

En qué hora cometí tamaña infracción. El zafio encontró la ocasión para ridiculizar el tic del lenguaje inclusivo y de paso denigrar a quien caía en él. Otros, con menos zafiedad, también se permitieron expresar su decepción por mi desliz.

Lo que al margen del bloqueo del zafio —que tiene que ver con la zafiedad y no con el asunto del desdoblamiento— me da una oportunidad para poner por escrito, aquí porque es tan buen o mal sitio como cualquier otro, un par de ideas que me acompañan desde hace tiempo, sobre los términos en que ha degenerado este fatigoso debate sobre el lenguaje inclusivo. Quizá convenga recordar que no es un invento reciente, asociado a una ideología concreta, como suele pensarse: ha existido siempre, y me permito subrayar el detalle, cuando en cierto contexto le interesa al hablante expresar deferencia. De ahí la fórmula «damas y caballeros», que no es de ayer precisamente, y donde la deferencia es doble: se eleva el rango social de todos los que escuchan y se toma cuidado de hacer llegar esta distinción tanto a las mujeres como a los hombres. Podría decirse sin más «señores», o «amigos», incluyendo a todos con respeto o cordialidad: se va más allá justamente porque se quiere hacer sentir la deferencia a todos y cada uno.

Pues bien, ese mecanismo natural del lenguaje es el que ayer utilicé yo aquí, con personas a las que me importaba que llegara mi solidaridad: a todas y cada una. El que utilizaré siempre que me dé la gana y cuando me dé la gana. E igual que no acepto que unos fundamentalistas me impongan utilizarlo siempre, más allá de mis personales intenciones, no estoy dispuesto a aceptar que unos fundamentalistas de signo opuesto me veden recurrir a él cuando lo considere oportuno, por razones que me toca a mí decidir y no a ellos, y aduciendo una incorrección lingüística que sólo está en sus mentes y en su ideología y que es fruto de su ignorancia de los resortes más naturales del idioma: una herramienta que sirve para nombrar las cosas y expresar los sentimientos como cada individuo quiere y necesita hacerlo, en cada contexto y circunstancia, y siempre que otro individuo lo entienda.

Niego sobre mi pensamiento y mi verbo la jurisdicción a cualquier inquisidor, cualquiera que sea su signo. Y reivindico, en especial en esta hora, la primacía de la empatía con el prójimo, como cada cual tenga a bien expresarla, sobre el escrutinio del decir ajeno para desahogar la alta o baja pasión propia. Quiero creer que cuando hablamos del dolor humano importa el dolor, y no un prurito irrisorio.

Parece mentira que en medio de una catástrofe sigamos aferrados a zarandajas. Y parece mentira que la ideología nuble las mentes hasta el extremo de no distinguir lo accesorio de lo esencial; es como cuando alguien tilda de buenista o desacredita como corrección política la simple compasión por el débil avasallado. Prefiero que me achaquen buenismo, o que me pongan esa etiqueta ya vacía de significado que sólo quiere decir algo para los conmilitones del que la usa, a ser un desalmado.

Es más, ya que estamos, en este punto y hora reivindico el acto de incluir, y en especial a todos aquellos que quedan excluidos. Me da la sensación de que alguna gente no se da cuenta de lo que ha pasado, y de lo que puede pasar. Quienes están en primera línea lo cuentan con crudeza: antes se luchaba por salvar la vida a octogenarios y nonagenarios, con todos los medios; y se conseguía. En los días malos de esta epidemia, con 70 o incluso 65 años te desahuciaban, y así se han apagado, asfixiándose, miles de personas. Excluidas por su edad, por la funesta imprevisión de un sistema —esto es, de todos sus gestores, de todos los colores, por más que ahora estén en esa carrera desesperada y ridícula de pasarle la patata al de enfrente— que no proveyó los medios necesarios para atenderlos y obligó a los sanitarios a priorizar para salvar las vidas que tenían más probabilidades.

Y en lo que viene se atisban, como amenaza, nuevas exclusiones, todas ellas debidas a la precariedad con que esa imprevisión nos obliga a enfrentar el virus: se podrá volver a salir a la calle, pero los mayores podrán salir menos; se podrá volver a trabajar, pero quienes no prueben ser inmunes a lo mejor trabajan —y cobran— menos. Mira por dónde, a lo mejor hay que utilizar entre otras herramientas el lenguaje para impedir que se segregue a los seres humanos entre individuos plenos y leprosos o postergados. Vigilando los eufemismos con los que se los velará e invisibilizará; buscando maneras de no dejar de hacerlos presentes.

En la ración diaria de noticias estupefacientes, el petróleo en Estados Unidos ha alcanzado precio negativo: es decir, te pagan por llevarte un barril. Menudo cambio de paradigma, aunque sea temporal. Hay gente tratando de anticipar qué cambios duraderos va a traer este desastre que hemos sufrido: me piden los amigos del Instituto Cervantes de Roma que les grabe un vídeo, una «píldora», lo llaman ellos, tratando de avizorar el futuro tras la pandemia. Me muestro prudente y vaticino poco: qué sé yo. Leí el otro día, sin embargo, un artículo bastante lúcido en el que se afrontaba este arriesgado ejercicio, en diez puntos. Lo firmaba el exministro Miguel Sebastián, y rebosaba sensatez y perspicacia. Creo que algunas de sus apuestas son incontestables: la emergencia de China como nuevo líder mundial, el golpe mortal al liberalismo desenfrenado, el auge del nacionalismo, la necesidad de apostar por la ciencia y la industria, el desplazamiento paulatino de la actividad al teletrabajo o el revés para la economía sumergida. Digamos que había muchos aspectos de nuestras sociedades prendidos con alfileres, y ha venido un huracán que nos ha demostrado que los alfileres no son buena forma de sujetar la ropa.

Más estupefaciente es la gansada de hoy de la portavoz del gobierno catalán: según ella, si Cataluña fuera independiente habría sufrido menos el impacto de la pandemia. Ya sabíamos que con la independencia el Barça ganaría siempre la Champions, todos los aviones de Nueva York a Europa aterrizarían en Barcelona y los grifos de Reus manarían leche y miel, pero esto se sale de la escala. Alguien le ha recordado una reunión con su jefe en la que le pidieron anticipar medidas, entre otras cosas impedir congregaciones multitudinarias, y declinó hacerlo. Peor aún: convocó un acto multitudinario con sus cofrades en Perpiñán.

Y aún hay más: al Ministerio de Sanidad —o a alguien que trabaja para él— le han pillado fabricando bots para darles «me gusta» a sus publicaciones en Facebook. Lo leo y me pregunto quién sigue usando esa red social tan invasiva y farragosa —un amigo periodista me dice que mucha gente, que no vea cómo manda en el tráfico hacia su publicación— y después quién ha tenido la idea de montar esa granja de bots, todos chicas guapas —por la foto del perfil—  y con nombre extranjero. O a quién demonios le contrataron el servicio. Gol en propia puerta de los buenos.

Al final del día hablo con mis padres, 77 y 81 años, o lo que es lo mismo, candidatos a excluibles de casi todo. Lo llevan bien, pero están cansados y aburridos: su confinamiento se suma al que ya llevan desde hace un año por culpa de una lesión de columna de mi madre. Justo cuando ya empezaba a salir, vino el coronavirus. Busco algo esperanzador que contarle, y recurro a las bajas cifras de Australia. Un país con mucha relación con China: lo pude apreciar cuando estuve allí, en varias de sus universidades, y me contaron que tenían miles de chinos que además les ayudan a financiar su sistema público de enseñanza superior. Eso quiere decir que les ha pasado como a nosotros y a los italianos: han recibido, seguro, a muchas personas infectadas, desde finales del año pasado y antes de poder tomar medidas.  Y tienen seis mil casos confirmados y setenta muertos, en un país de veinticinco millones de habitantes. Qué los diferencia de nosotros y de Italia: allí era verano.

Eso me hace concebir esperanzas de que la llegada del calor, y sobre todo de los rayos de sol verticales, sirva para hacerle mucho daño al bicho. Lo mismo comento con mi hijo Pablo, cuando hablo luego con él. En el sistema confío lo justo; en la capacidad del sol de la meseta para calcinar cualquier cosa animada o inanimada en julio tengo bastante más confianza. Se lo digo a mi madre y parece que la anima. A ver si no me equivoco. No sólo quiero volver a verla y abrazarla, como a mi hijo: también quiero que dejen de excluirla de la vida, con motivo o sin él.

Actualidad, Diario de la alarma
About Lorenzo Silva
4 Comentarios
  1. Hola,qué tal vamos?
    Yo no tengo redes sociales,y no puedo decir por ahi lo que pienso(mi idea era poner videos de como crece mi huerta para poner verde a todo el mundo desde ahí,pero en casa no me dejan,porque soy muy politicamente incorrecta).Pero las babayadas de este gobierno son alucinantes.Qué asesores tienen?.Algún amiguito que necesita un puestín?
    Yo me quedo boba ante la memez.Mi sobrino que tiene 10 años tiene más dedos defrente que ellos: no piensa ir con su padre al súper,normal.
    Y mañana es el día del libro.Va aser la primera vez desde que era una cría que no me compro un libro este día.

  2. Sensato, relajado…gracias Lorenzo.

  3. Lamento mucho lo que le ha ocurrido con el zafio. Es muy triste la poca aptitud y actitud que tenemos los españoles para discutir: nadie respeta el turno de palabra, enseguida subimos la voz, y en menos de nada empiezan las descalificaciones al otro discutidor o discutidores. Lamentable. Otra de las cargas que nos ha traído el COVID-19 es que la nueva entrega de Vila y Chamorro está, calentita, pero hay que esperar a que se abran las librerías. He leído que esta vez se van al Pais Vasco, y eso ya son palabras mayores. Vamos, que me muero de ganas de empezarla. Decía Goytisolo al final de sus años, que solo le interesaban los libros, que podría releer mas adelante. Eso le pasa a estas novelas, que se pueden releer, y cada vez se encuentran nuevos aspectos atrayentes. Un saludo.

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