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23 abril, 2020

Diario de la alarma – Día 39

Cuando el selfi era una excepción

22 de abril – La vida en vídeo (selfi)

Soy enemigo declarado del selfi, en cualquiera de sus formas. Ver a un homo sapiens sapiens mirando a su teléfono móvil y poniéndole caras me produce un inevitable escalofrío. Imaginar que yo deba ese homo sapiens sapiens se me antoja la materialización de una distopía apocalíptica. Siempre he creído que los ojos que llevamos pegados a la cara tienen la maravillosa utilidad principal de mirar el mundo, mientras la vida nos deje, y que volverlos a uno mismo, ya sea a través de un espejo de toda la vida o de una pantalla, es una pérdida de tiempo en la que sólo debe incurrirse lo justo para no ofrecer un aspecto demasiado intolerable a las personas con las que convivimos y que han de soportarnos.

Por eso siempre me he negado a fotografiarme o grabarme, salvo en alguna coyuntura muy excepcional: cuando mi mujer o mis hijos me piden que lo hagamos para tener un recuerdo personal e íntimo de un viaje o momento señalado, o una vez en Afganistán, haciendo un reportaje sin fotógrafo durante un convoy en el que los militares que me acompañaban tenían cosas más importantes y perentorias de las que ocuparse que hacerle una foto al reportero. Poco más.

Poco más, hasta ahora… Con motivo del virus y el confinamiento, me han llovido las peticiones para que me grabe vídeos con los motivos más variados, muchas de ellas vinculadas con el día del Libro. Son peticiones de buenos amigos y mejores cómplices: mis editores, el Instituto Cervantes —tanto la sede central como el incansable gestor cultural del Cervantes de Roma, Gianfranco—, el colegio El Ope de Archena —que tiene un concurso literario para jóvenes al que le puso mi nombre— o la biblioteca pública municipal de Castillo de Bayuela —a donde he ido ya varias veces, para constatar el milagro de una comunidad humana donde la gran mayoría de los vecinos son lectores, gesta achacable a Isabel, su bibliotecaria—. A peticiones así, y otras similares, no podía negarme. De modo que he hecho de tripas corazón, he encuadrado un rincón de mi despacho, lo he iluminado y he utilizado ese artefacto para mí hasta ahora inútil: la webcam de mi ordenador.

También tengo un recelo metódico hacia el ejercicio consistente en la exhibición de la propia intimidad, de cualquier espacio personal, entre otros la propia casa. Desde que se empezó a poner de moda, antes de la pandemia, entrevistar a gente por Skype, he visto con desasosiego las habitaciones de hotel, apartamento de circunstancias o vivienda habitual desde las que hablaban los entrevistados, con esa imagen cutre de la videoconferencia: la mala luz, el mal encuadre, los movimientos sincopados y las voces entrecortadas. En estas semanas, en las que nos hemos ido metiendo en las casas de casi todo el mundo, comprobando si tienen buen o mal gusto, si están ordenadas o desordenadas, decoradas o desnudas, si hay biblioteca de verdad o estante con libros de adorno, he tenido a menudo la sensación de que nos estaban sometiendo a un atropello adicional al del confinamiento. Como sucede con el confinamiento mismo, quizá por una buena causa; pero eso no lo hace menos indeseable ni invasivo.

En mi caso, no tengo mucho problema. Ponga donde ponga la cámara, lo más probable es que se vean libros, una imagen que no concede mayor crédito a su poseedor, en una civilización eminentemente audiovisual, pero tampoco supone por el momento una deshonra. Sin embargo, siento cierto pudor ante la posibilidad de que alguien lea las letras de los lomos: mi biblioteca no es una exposición al público, es el resultado de mi camino personal de lectura. Y me tomo buen cuidado, salvo que con las prisas se me olvide, de retirar cualquier foto personal o familiar de las que hay en mis estanterías. Que este desmantelamiento de la intimidad para convertirla en contenido audiovisual encuentre por lo menos algún límite.

El otro día grabé diez vídeos seguidos. Los acumulo porque así me pesa menos y además aprovecho un día que me haya afeitado, cosa que en el confinamiento no hago a diario, aunque tampoco me permito —ni me permiten las mujeres de la casa— dejarme crecer la barba al estilo de un preso o náufrago. Aun siendo todos como somos náufragos y presos a la vez, no es cosa de hacer más deprimente de lo imprescindible el encierro y el naufragio. Y hoy me ha tocado mantener una larga videoconferencia para la presentación de los trabajos de la asignatura del grado de literatura y creación literaria de la Universidad de Navarra en que iba a participar como profesor de forma presencial y que ahora, gracias a la alarma, queda reducido, como tantas otras cosas, a una pantalla dividida en cuadritos.

La ventaja que el sistema ofrece es que podemos intervenir todos aun estando prisioneros en los más diversos lugares del globo. En la de hoy ha entrado una alumna desde Ecuador y otra desde Canadá. Las desventajas son casi todas las demás. Oyes a ráfagas, ves borrosos a los otros, en cierto momento ha perdido el wifi la alumna que estaba exponiendo, en otro nos ha desaparecido el catedrático y moderador. En fin, con buena voluntad todo se va solventando. Al final, lo esencial del contenido se mantiene, los cuatro profesores presentes hemos podido escuchar y valorar los proyectos literarios de media docena de jóvenes talentosos, todos ellos prometedores e interesantes, pero el esfuerzo que hay que hacer para seguir una sesión así con medios tan precarios viene a ser el triple, y también el cansancio cuando concluye. La próxima pandemia nos pillará más acostumbrados, y quizá tengamos también herramientas menos rudimentarias y falibles.

La perspectiva de que la vida en vídeo sea la normalidad del futuro, que no deja de parecer probable, resulta aterradora. En mi casa nadie es partidario: ni a Núria ni a Judith ni a Noemí les entusiasman sus clases por videoconferencia. Llevo días oyéndolas expresando sus reservas, que en el caso de Núria, que tiene que coordinarse con su profesora y otra media docena de niños de siete años, poco proclives a esperar su turno, la ha llevado alguna vez a desesperarse. Ahora las comprendo mucho mejor. Es lo que hay y no hay otra, pero coincido con ellas.

Una de las tareas del día es seleccionar las cartas de los lectores de XLSemanal. Una labor que vengo haciendo desde hace casi veinte años, y de la que he aprendido mucho, porque no hay nada para quien cuenta historias como gestionar un buzón donde las personas más variopintas te cuentan las suyas. En estas semanas de encierro recibo mucha correspondencia: la gente está en casa y escribe más, hay semanas que llegan trescientos mensajes. La mayoría habla del tema casi único, y en muchas se percibe algo que me da que pensar. Porque tengo precedentes.

Recuerdo que ya antes del 15M, y de los movimientos subsiguientes en el mapa electoral español, en las cartas que recibía semana a semana se percibía un descontento radical y persistente que buscaba un cauce para expresarse: sólo era cuestión de ofrecérselo, como entendieron quienes entonces no eran nadie y hoy administran decenas de escaños en el parlamento. Pues bien: en las cartas que recibo ahora empieza a percibirse un clima de resistencia y objeción frente a la gestión de un confinamiento que ya se prolonga casi seis semanas, que supone una merma drástica de la libertad individual y que viene acompañado por un relato a veces frívolo y superficial de la inmensa tragedia que nos está sucediendo.

Las cifras exactas no las conocemos, sólo las oficiales, pero estimaciones prudentes nos sitúan ya en torno a los 30.000 muertos, sólo en España. Casi la mitad de ellos, en residencias de ancianos. Como dice una de las cartas que selecciono, escrita por alguien que acaba de enterrar a su madre en uno de esos funerales desangelados que ahora hacemos, lo que nos ha ocurrido es una hecatombe, una masacre sin precedentes, y en los medios de comunicación, redes y demás no paramos de ver a gente que se entretiene y nos entretiene con fruslerías —y este diario podría ser un ejemplo, me pongo en primera línea del reproche—, mientras la cara real y cruda de la tragedia permanece celosamente oculta. Ni un entierro, ni una viuda, ni un huérfano. Podría pensarse que es para que no nos desmoralicemos, pero existe también la posibilidad de que todo este guirigay con el que entretenemos el encierro, este tráfico ingente de selfis animados o inanimados, graciosos o no tan graciosos, opere como una suerte de anestesia interesada, que de perpetuarse podría servir como obstáculo para forjar la conciencia que lo ocurrido nos impone, respecto de lo que hemos hecho antes para que ocurra, y lo que habremos de hacer después, para que no vuelva a ocurrir o no de forma tan catastrófica.

Hay una excepción hoy, que merece consignarse. El breve y emotivo discurso fúnebre que ha dado la ministra de Defensa en el acto con el que se clausura la gigantesca morgue improvisada del Palacio de Hielo de Madrid. Nos recuerda que dentro de los cientos de ataúdes que han pasado por allí había personas: madres, padres, hermanos, hijos de alguien. Se refiere a ellos, el cargo le imprime carácter, como «nuestros soldados», dándole a esa expresión el sentido más hermoso: ningún ejército que se precie deja atrás a sus soldados, ninguno deja de honrarlos cuando caen. Asegura que mientras han estado allí, se les ha tratado con dignidad y honor. Que quienes los custodiaban han orado por ellos. Tampoco está ya de moda, orar, entre otras cosas porque es un acto íntimo e incompatible con el selfi.

Otra buena razón para que vayamos recobrando la costumbre.

Actualidad, Diario de la alarma
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2 Comentarios
  1. Antonia Ramírez Martinez 23 abril, 2020 a las 6:13 pm Responder

    Muchas gracias por su colaboración con el Colegio El Ope.
    Un saludo

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