Blog

25 abril, 2020

Diario de la alarma – Día 41

Mas difícil todavía

24 de abril – Había una vez un circo

El presidente de la que todavía es la nación más poderosa de la Tierra, con permiso de la que emerge un poco más gracias al coronavirus, ha sugerido hoy en rueda de prensa que una de las soluciones posibles para la epidemia sería inyectar desinfectante en los pulmones de los enfermos o atravesarlos con luz ultravioleta. Después le ha preguntado a una especialista sentada a pocos metros, la doctora Deborah Birx, qué le parecía la idea y si había oído hablar de la posibilidad. La cara de la doctora Birx era un poema, pero tras un segundo de reflexión ha encontrado una respuesta sucinta y pertinente: «Not as a treatment.» Es decir: «No como un tratamiento.» Una manera elegante de decir que la sugerencia del presidente, al parecer extraída de un informe de sus asesores de seguridad, que vaya usted a saber qué era lo que decía, podía servir tal vez como método de ejecución o en dosis menores como herramienta de «interrogatorio reforzado»; no para curar.

A estas alturas no podemos saber si Trump saldrá reelegido —leí por ahí el otro día que es posible que tenga que enfrentarse a un potente dúo demócrata, con Michelle Obama acompañando a Biden—, ni siquiera es seguro que se puedan celebrar elecciones; pero si he de fiarme por lo que me dicen todos mis amigos que viven en Estados Unidos, no es en absoluto descartable. Que la democracia que desde el siglo XVIII sirve de modelo a tantas otras haya acabado poniendo al timón a semejante personaje es un consuelo para todas las demás. Por torpes que sean quienes nos dirigen, por disparatadas que sean sus ocurrencias, jamás podrán llegar a su nivel. Es, él solo, un circo de siete pistas.

Por cierto, y para poner la payasada presidencial en su contexto: ya han muerto por la epidemia más de 50.000 estadounidenses. Y la cuenta sigue.

Hoy es el primer día en el que el doctor Simón puede dar algo que medio se parece de lejos a una buena noticia: hay más curados que contagiados. Por la noche leo en un par de periódicos que para llegar a ese resultado el Gobierno ha amañado las cifras. Es demasiado tarde para hacer el esfuerzo de analizar si el ejercicio de desmontarlas parece bien hecho o si se trata de una andanada más de quienes en estos días buscan por todos los medios un argumento para empujar al Gobierno al banquillo, al paredón o al último de los círculos del infierno de Dante. Las cifras, por la información que tenemos, son en todas partes una chapuza. Quizá porque la epidemia ha pillado con el culo al aire a casi todos los gobiernos, salvo alguna honrosa excepción, y ninguno tiene demasiado interés en que sepamos con demasiada precisión la magnitud del destrozo. Tampoco los que buscan meter en las cifras oficiales cualquier certificado de defunción de marzo o abril del que pueda echarse mano para sumarlo como muerto por el virus. Es una maniobra que algún día se estudiará en las universidades: cómo tratar de diluir la propia responsabilidad en el ejercicio de competencias sobre la gestión de la sanidad incrementando las cifras de la catástrofe hasta su máximo imaginable.

Al final, nos guste o no, nos tenemos que conformar con las cifras que nos van dando, y asumir que siempre han sido igual de imprecisas y que sirven a bulto para medir la tendencia, ya que no la exactitud del quebranto. Y por las informaciones que nos llegan de todas partes —cierre de morgues, desalojo de camas de UCI, vaciamiento de hospitales—, parece que con independencia de si el dato de hoy es fidedigno o está trucado la curva de la epidemia se empieza a doblegar.

Lo que, como era de esperar, desencadena dos fenómenos típicamente hispanos: la impaciencia por hacer como si no hubiera pasado nada y la reclamación, desde cada uno de los «territorios» en los que se fragmenta el poder, de manos libres para poder organizar cada uno su desescalada —que horrenda palabra— como más convenga a una idiosincrasia particular que sólo las autoridades del lugar conocen como es debido y necesario. No cabe duda, lo dicen las encuestas, que la ciudadanía aprecia más la gestión de las autoridades cuanto más cercanas están y más próximo sienten en la nuca el aliento de la ciudadanía concernida. Se valora mucho mejor la respuesta de los alcaldes que la de los presidentes de comunidad autónoma, un poco mejor la de estos que la del Gobierno, y la peor valorada de todas es, con diferencia y justicia, la de la Unión Europea. Que eso lleve a concluir que la particularidad de Euskadi —o Cantabria o Murcia— determine respuestas distintas para una pandemia que ha golpeado al mundo y entre nosotros empieza a contenerse, pero puede reavivarse en cualquier momento, cuesta admitirlo

A no ser, claro está, que queramos poner controles a la entrada y salida de cada comunidad, y que cada cual apechugue con la prudencia o la temeridad de su gobierno. Se entiende que eso es lo que sueñan algunos, pero cabe dudar que sea lo que deba propiciar el Gobierno de todos. Parece más sensato que siga coordinando la respuesta común, para ajustar el relajamiento en los distintos territorios a la evolución asimétrica de la epidemia en cada uno de ellos, si se quiere, pero sin dejar de tener en cuenta qué es lo que se hace o se deja de hacer en el resto.

Hablando de la Unión Europea, esta mañana oía en la radio a la ministra de Asuntos Exteriores defender con entusiasmo el medio-principio-de-acuerdo-para-algún-día-negociar-si-acaso-algo alcanzado ayer por el Consejo europeo. Tan bueno es que la Bolsa española —el dinero es escéptico y no se deja arrastrar por los entusiasmos ministeriales— se ha acabado pegando un nuevo batacazo. Es de suponer que la ciudadanía tampoco ha mejorado notablemente su percepción de la UE.

Dentro de nuestras fronteras, el foro parlamentario para alcanzar un pacto de reconstrucción nacional no está progresando lo que se dice adecuadamente. En la formación de la comisión correspondiente vuelven a aflorar los dos bloques: lo que unos exigen los otros lo sabotean, lo que esos otros piden los unos lo niegan. A veces me pregunto si se dan cuenta de la sensación que con ello transmiten a los ciudadanos. A la gente que con la excepción de los trabajadores esenciales y los no esenciales que no han dejado de salir de casa cada día, una minoría, oscila entre el hartazgo por el encierro y la desesperación por la pérdida del empleo y el futuro. Verlos perseverar en sus pueriles actitudes pre-covid-19 invita al desánimo o en el mejor de los casos a la resignación. Todas las pestes acaban pasando, se haga lo que se haga, porque el patógeno y los humanos encuentran su punto de equilibrio. Así ha sucedido desde la antigüedad, y así está escrito. La pena es que en el siglo XXI, con toda la ciencia y la información que manejamos y mejores herramientas para la toma de decisiones, sigamos funcionando a la medieval.

También en mi círculo veo a todos cansados y resignados a una crisis larga y que, ya se ve, no se va a gestionar del mejor modo posible. A mis padres, que no vislumbran cuándo se les concederá la libertad, así sea condicional, les digo que por lo menos aquí nadie ha propuesto implantar un estado de vigilancia sobre los mayores de 70 años, como han intentado —sin éxito— en Buenos Aires. La que mejor lo lleva, con el ánimo indestructible de sus siete años, es Núria, que ha descubierto por encargo escolar la escritura creativa y le ha compuesto un cuento a su peluche favorito. Asombra su convicción en este y otros empeños: a veces siento que va a ser la única preparada para lidiar con el mundo post-covid-19, y que los demás, incluidos sus hermanos adolescentes, sobreviviremos como podamos, o como dinosaurios procedentes de otra era en un nuevo planeta que nos costará comprender.

Mi hijo Pablo me cuenta que ha empezado a hacer yoga, siguiendo las clases de una youtuber taiwanesa que habla español, esto es, el segundo idioma del mundo por hablantes nativos: no está mal visto por su parte. Las nuevas oportunidades en el mundo del confinamiento global. También la taiwanesa se acopla con rapidez a la nueva era. Ya veremos qué hacemos los demás, con lo que quede y nos dejen.

Actualidad, Diario de la alarma
About Lorenzo Silva

Deja una Respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *