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30 abril, 2024

El dolor invisible

Al final de Hasta el último aliento —su excelente crónica de la vida, muerte y leyenda de Salvador Puig Antich— admite con admirable honestidad Manuel Calderón que, frente a la visión de la vida como un conflicto entre ricos y pobres, que tanto le tienta al reconstruir la peripecia de aquellos jóvenes acomodados de Barcelona que se metieron a guerrilleros anarquistas, quizá la cuestión sea más simple: «Hacer el bien o no hacerlo. Hacer lo justo. O, en todo caso, no hacer el mal cuando se puede evitar». La reflexión le surge a Calderón al comprobar que el hermano de Antonio Anguas —el subinspector de Policía de veinticuatro años, proveniente de un humilde barrio sevillano, que murió en el curso de la detención de Puig Antich— rehúsa darle mayor importancia a la extracción social de aquellos jóvenes.

Lo que a él le importa, dice, es que en el juicio Puig Antich no lamentó la muerte de su hermano, mientras que la madre del policía —que, destrozada por la pena, se acabó tirando por el balcón años después—, sí pidió públicamente que al acusado de matar a su hijo se le perdonara la vida. Sin éxito: la clemencia no llegó y Puig Antich fue ejecutado mediante garrote vil.

Una nobleza similar se advierte en la actitud de Josep Lluís Pons Llobet, uno de los compañeros de Puig Antich en el MIL, o Movimiento Ibérico de Liberación, el grupúsculo armado al que pertenecía. Al conocer el suicidio de la madre de Anguas, «pidió indignado respeto» —refiere Calderón— «para ese hijo que murió y para aquella mujer que no pudo soportar la pérdida». El padre de Pons, falangista y excombatiente de la División Azul, le costeó el nicho a Puig Antich, a fin de evitar que acabara en una fosa común. Atribuye este gesto el cronista a un código de honor y de respeto por el enemigo que explica el carácter del hijo, aunque sus ideas estuvieran en las antípodas de las de su progenitor.

Es valiente el retrato, exhaustivamente documentado, que Calderón hace del MIL: una organización consagrada, ante todo, a atracar bancos, y que no consta que dedicara un céntimo a otra cosa que pagar coches, ropa, armas y pisos francos para sus integrantes. Alguno de ellos añora aquellos años, en los que «vivía al día sin tener que trabajar». La aventura le costó la vida a Anguas y la vista al contable de una sucursal al que dispararon en el rostro. Sin alcanzar a ser un héroe, Puig Antich fue mártir. Ni más ni menos, viene a decirnos este libro, que ese policía que durante décadas fue tan invisible como el dolor de los suyos.

(Publicado en diarios del Grupo Vocento el 23 de abril de 2024).

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