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22 mayo, 2021

Estupores habituales

Lo dijo hace ya algunos años el millonario estadounidense Warren Buffett: es muy difícil entender y justificar que alguien como él pague menos impuestos que su secretaria. Y no es en absoluto un caso aislado, ni representa una anomalía: quienes más tienen, en nuestro globalizado mundo, soportan una carga impositiva muy inferior a la que recae sobre los desheredados. Una limpiadora, un repartidor o un peón de albañil aportan a las arcas públicas, vía impuestos directos e indirectos y a través de sus cotizaciones sociales, un pedazo de su renta mucho mayor que el que entregan esos grandes magnates cuyas fortunas se cuentan en miles de millones de euros, y que suman ganancias que año a año aumentan su caudal casi sin pasar por caja.

En esas circunstancias, no debe sorprender que a muchos de ellos la mala conciencia los empuje a la actividad filantrópica. Tampoco que, como hemos sabido esta semana, los trabajadores empleados en sus compañías, cuyos beneficios empresariales se embolsan inexorablemente en jurisdicciones de baja tributación, tengan salarios que duplican o triplican a los de la competencia, es decir, a los que pueden pagar las empresas que afrontan su factura fiscal en territorios donde sí se les aplica gravamen.

La asimetría provoca un más que razonable estupor, pero con él nos hemos habituado a convivir y cuando el ser humano se acostumbra a algo, por estrafalario que resulte, la inercia permite sostenerlo indefinidamente. Algo muy semejante, en otro orden de cosas, nos ha sucedido con la gestión pandémica. En condiciones normales, debería dejarnos perplejos que se levante el estado de alarma cuando la incidencia acumulada es nada menos que diez veces la que se nos dijo que debíamos alcanzar para salir de la zona de riesgo, o que en la misma comunidad donde durante meses uno no podía estar solo en el salón de su propia casa, si estaba empadronado en otra, de un día para otro y sin que haya disminuido el riesgo puedan congregarse libremente cinco o seis mil personas en una plaza para compartir bebida, fiesta y desmadre hasta altas horas de la madrugada. Todos sabemos que no debería estar permitido lo que se ha permitido; todos sabemos la razón, o la sinrazón, por la que quienes deberían impedirlo no lo hacen y se pasan de uno a otro la patata caliente. Como dice aquella canción de Leonard Cohen, Everybody Knows, todos sabemos que el barco hace agua y que el capitán, todos los capitanes, nos han mentido, pero ya nos hemos hecho a ello. A convivir, resignados, con el estupor.

(Publicado en diarios del Grupo Vocento, el 11-5-21).

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