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6 junio, 2023

Lorenzo Silva Molina, 125 años

Lorenzo Silva Molina, circa 1932

El 6 de junio de 1898 nacia en Colmenar (Málaga), Lorenzo Silva Molina, mi abuelo paterno, a quien debo esta combinación de nombre y apellido que me identifica por el mundo —y que alguna vez me han preguntado si era de origen italiano, o si era un seudónimo—. Cuentan que fue engendrado al regreso de Manila de mi bisabuelo, Juan, lo que le valió de chico, junto a sus travesuras más o menos frecuentes, el sobrenombre de «El Punto Filipino».

La dedicación a la política de su padre —en esa condición fue mi bisabuelo a Filipinas, como factótum de un preboste del Partido Conservador— arruinó la hacienda familiar. Como consecuencia de ello, mi abuelo tuvo que trabajar como jornalero en el campo, lo que le dio la ocasión de encabezar algún sonado motín para que los capataces pagaran lo adeudado a los trabajadores con la puntualidad a la que no eran en absoluto proclives.

Con 21 años se embarcó para África como recluta, lo que cambiaría su vida. En esa cruenta guerra de Marruecos se quedó a vivir hasta 1926, los tres años de servicio militar obligatorio y luego ya como profesional tras alcanzar el empleo de sargento. No sé las veces que estuvo a punto de morir allí, pero debieron de ser unas cuantas: gran parte del tiempo estuvo destinado en un batallón de cazadores, las tropas de choque antes de que se generalizara el recurso a los Regulares, el Tercio y las tropas indígenas irregulares que remataron aquella costosa campaña allá por 1927.

Lorenzo Silva Molina (en el centro, descubierto) con sus soldados en la posición de Ain Grana, noroeste de Marruecos, circa 1924

Si yo estoy aquí, me fuerzo a recordar a menudo —por ejemplo escribiendo un blog, como ahora hago—, es porque ese hombre que medía poco más de 1,60 de estatura se las arregló para estar siempre a cubierto y para eludir el fuego cuando fue necesario, sin dejar de afrontar lo que le tocó en suerte: asaltos, descubiertas, asedios y hasta un desembarco en tierra hostil. También, según contaban sus compañeros, gracias a él volvieron de Marruecos otros muchos cuyos nietos y bisnietos pueden hoy recordarlos. Decía que por eso se quedó en la guerra, porque él se había hecho a ella, y para ayudar a que aquellos pobres reclutas «volvieran con sus madres».

Fue tras su regreso a la Península cuando conoció a mi abuela Isabel. En el barrio de la Trinidad de Málaga, donde ella había nacido y vivía y estaba el cuartel al que lo destinaron. Con ella tendría cuatro hijos, el menor de ellos mi padre. Su vida, sin embargo, no iba a ser fácil.

Allá por 1932, cuando ya habían nacido mis dos tíos mayores, mi abuelo estaba haciendo junto a sus soldados unas prácticas con granadas en el polígono de maniobras del campamento Benítez de Málaga, al lado de la playa. Una de ellas cayó sobre la arena pero no explotó y mi abuelo propuso detonarla a distancia con un disparo. El oficial que dirigía el ejercicio le preguntó si tenía miedo. Lo último que se le podía preguntar a quien se había jugado el pellejo frente a los avezados tiradores marroquíes una y otra vez. Enrabietado, se fue hacia la granada.

El artefacto explotó finalmente y dejó malheridos a mi abuelo y dos compañeros suyos. Lleno de metralla y sordo para los restos, afrontó un calvario de curas que le obligó a trasladarse a Madrid para que lo atendieran en el hospital Gómez Ulla. En la capital nació su tercera hija y le pilló la guerra civil. Aunque he descubierto hace poco que su nombre estaba en los archivos de la Unión Militar Española (UME), de corte conservador —así lo recoge el libro de Ángel Viñas El gran error de la República, que publica en un anexo parte de esos archivos—, nada más estallar la sublevación fue al Gobierno Militar a ponerse a disposición de las autoridades republicanas. Allí le dijeron que en su estado no era apto para el servicio y que se volviera a casa.

Página de la revista Blanco y Negro donde se da cuenta del accidente.

Poco después se presentaron en su domicilio unos milicianos anarquistas que lo iban buscando. Tal vez por culpa de esos mismos archivos de la UME, donde constaba su dirección. Mi abuelo se dio cuenta de su llegada y logró burlarlos, pero aquel y otros acontecimientos —contaba mi abuela que cuando se refugiaban en el sótano durante los bombardeos, y ella trataba de animar a los demás, alguna vecina le decía que no tenía miedo porque las bombas las tiraban los suyos— le aconsejaron irse a Murcia con su familia tan pronto como les ofrecieron evacuarlos allí. En Murcia trabajó durante toda la guerra como almacenero en un aeródromo republicano. Al entrar los nacionales, se presentó a los vencedores, que lo detuvieron y lo mantuvieron preso durante varios días.

Su hoja de servicios africana, su incapacidad para combatir en la guerra que acababa de concluir y su papel en la defensa del santuario de la Victoria, en Málaga, durante las quemas de conventos de 1931, le valieron el perdón y la posibilidad de reincorporarse al Ejército. No le vino mal, sobre todo en lo económico. Sólo cuatro días después del fin de la guerra había tenido a su cuarto hijo, mi padre.

El primer servicio que le encomendaron, burocrático, dada su condición física, no fue nada grato: censurar el correo de los prisioneros de un campo de concentración. Según contaba, lo que más hizo fue quemar las cartas que contenían delaciones con las que no pocos prisioneros buscaban granjearse el favor de los nacionales. La carrera política de su padre le había hecho poco proclive a abrazar ideología alguna, y con los vencedores tenía una relación exenta de entusiasmos. En teoría eran «los suyos», pero quienes habían quedado al mando no eran los más afines a él.

De los jefes a los que conoció en África hablaba con respeto y admiración de Goded, de quien decía que era siempre atento con los subordinados y que le había convencido de reengancharse en lugar de emigrar a Argentina, como era su intención —de donde se sigue que a ese hombre le debo estar aquí, porque de no ser por él mi abuelo no habría conocido nunca a mi abuela—. También tenía elogios para Castro Girona, a quien recordaba como un jefe valiente y capaz que motivaba a sus soldados. De Franco, en cambio, sólo decía esto: «No devolvía el saludo a nadie».

Como es sabido, Goded murió fusilado al principio de la guerra y Castro Girona quedó en un muy segundo plano, mientras que Franco se convertía en general superlativo de los tres ejércitos.

Manuel Goded Llopis (1882-1936)

Los años siguientes los pasó en Cataluña, en Berga y Manresa, donde se integraron él y su familia hasta el punto de que cuando volvieron a Málaga mi padre hablaba mejor catalán —la lengua de uso corriente allí— que el castellano. En Málaga pasó el resto de su carrera militar, de la que se retiró con el grado de comandante. Durante sus años de oficial tuvo algún que otro encuentro con sus jefes, a cuenta de las corruptelas que había en los cuarteles, y en las que movido por su inflexible sentido de la justicia se negó a participar. Su actitud llegó a valerle un enfrentamiento con uno de ellos, que llegó a sacarle la pistola. Le repuso que una pistolita en esas manos no le daba miedo, después de haber tenido que cuidarse de los máuseres que manejaban guerreros de verdad en África.

Una vez retirado, y siempre lastrado por la sordera, llevó una vida dedicada a sus nietos, amén de alguna cruzada en la que se embarcó contra las autoridades municipales de la época a cuenta de algún atropello administrativo. Supongo que no le costó ningún disgusto por su condición de militar jubilado, también porque era ya un hombre mayor y por la discapacidad que arrastraba.

Yo lo conocí poco, pero aún oigo su voz grave y veo su cabeza inclinada junto al mueble de la radio en la que escuchaba los cánticos morunos que llegaban a Málaga desde el otro lado del Estrecho. Le traían recuerdos, decía. Hoy mi más preciado objeto suyo es su librito de árabe marroquí, con sus notas manuscritas a lápiz, que me prueban cómo se esforzó por entender a sus enemigos.

Reimpresión facsímil actual de la Guía de la Conversación de Reginaldo Ruiz Orsatti (1901)

Murió relativamente joven, en 1971, de un derrame cerebral. Eso me impidió escuchar sus historias de primera mano, pero por suerte mi padre me las contó como se las había oído contar a él. De ahí salió buena parte de El nombre de los nuestros, con episodios como los del mono Luisito o el de los soldados adinerados que pagaban a los más pobres para que salieran en las descubiertas en su lugar, corruptela que mi abuelo descubrió y atajó con el contundente argumento de que la bala que a uno le está destinada ni se compra ni se vende, la recibe el que le toca y no hay más que hacer.

De su legado, también, viene una parte importante de mi visión del mundo. No fue un hombre perfecto, nadie lo es, pero fue un hombre íntegro. Y eso es mucho. En su siglo y en este.

Postdata nimia y prescindible: La historia de mi abuelo la conté con más detalle en Recordarán tu nombre, el libro que dediqué a la figura del general José Aranguren Roldán. También le dediqué allí un capítulo a mi otro abuelo, Manuel Amador García, ambos coetáneos de Aranguren. Un día vi que en Amazon la reseña más destacada de este libro es la que firma un ser sin agallas que se esconde bajo el seudónimo de AngelitoLobo y que afirma ser profesor universitario.

Si se hubiera limitado a denigrarme a mí tendría el silencio por respuesta. Como se permitió el alarde de hacer de menos a tres hombres que vivieron lo que él ni ha vivido ni seguramente habría sido capaz de soportar, entre otras cosas por su origen humilde o por la humanidad de su talante, me permito exponerlo aquí como el pobre ignorante clasista que es y exhorto a Amazon a que mantenga ahí, en lugar destacado, ese vómito mental que retrata más la oscura existencia del individuo que lo produce que nada de lo que comenta. Que gente así imparta clase da la medida de cómo se ha depauperado la enseñanza entre nosotros, y no invita a hacer el mejor pronóstico acerca de la noción que tendrán los jóvenes de la vida ni de la historia de su país. Tenía que decirlo.

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