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18 octubre, 2022

Los oros felices

Ana Belén Alfonsel. Etel leyendo. Acrilico y collage sobre lienzo.

«Cómo las cosas, dentro/ de la palabra, libres/ de la palabra, abrían/ silenciosos países/ de aventura, tocados/ por los oros felices». (José Hierro, Alegría).

Recuérdalo tú y recuérdalo a otros: hay una frontera que se abre en cada casa y cada cuarto, sin aduaneros ni exigencia de visado o pasaporte. Para cruzarla bastan la curiosidad y el afán de saber y sentir de la niña o el niño que todos somos porque lo fuimos, que todos llevamos más dentro que ninguna otra cosa, porque lo perderemos si es que no lo perdimos ya. No hay, como nos advierte el poeta de los muchos nombres, más grande ni más íntima pertenencia que las que el tiempo nos va quitando, conforme nos hacemos y nos vamos deshaciendo a la vez.

Pasan los años y nos ponen cada vez más cuesta arriba lo que en los días azules nos salía casi sin darnos cuenta. Desde respirar a dormir, pasando por el baile o el salto. También se nos encarecen los entusiasmos y las pasiones y la capacidad de creer que en alguna parte nos aguarda algo que nos redimirá y nos elevará por encima de la mediocridad y de la desesperanza. Lo señala el poeta de hierro cuando teme que todo fuera nada y que la nada sea, en definitiva, la legítima propietaria del todo. Esa que un día aparecerá ante nosotros, con las escrituras bajo el brazo, para exigirnos que nos apeemos de la vana pretensión de sujetar alguna cosa entre nuestros dedos, más allá del fugaz suspiro en el que se zanjan y resumen nuestras andanzas.

Y sin embargo, existe un lugar donde la eternidad se nos ofrece junto a la plenitud, reventando las costuras del presente. Un país que nos acoge y que nos concede la residencia sin límite en el tiempo ni en los asuntos. Donde todo se nos permite bajo la única condición de abrir de par en par nuestras mentes a la alquimia misteriosa e infinita de la palabra.

Se puede viajar a los más extraordinarios paraísos y a los más espantosos infiernos: ni de unos ni de otros suele salirse indemne, pero en ese país de  fábula resulta posible sobrevivir a la experiencia. Se puede ser un héroe y un miserable, se puede conversar con quienes ya no están vivos, con quienes nunca existieron ni existirán; se puede llegar a regiones inexploradas de este mundo y de cualquier otro, del alma ajena y de la propia, de la emoción y del deseo.

Mirad a esa joven viajera que ha cruzado al otro lado, del mismo modo que cruza sus piernas para mejor disfrutar de la travesía. Necesita gafas para ver bien las letras, pero le basta con cerrar los ojos para que su mirada llegue a lejanías donde no hay humano ni animal cuya vista alcance. Esta sola, está quieta y está sosegada, porque camina por un sendero donde los anhelos no viven expuestos a la amargura de la decepción. A la búsqueda sucede invariablemente el hallazgo, en cada recodo es posible el deslumbramiento; la angustia de caminar en pos de nada o del desencanto final ha sido para su ventura abolida.

Ese es el territorio que cartografían los verdaderos poetas, y lo que la lectora tiene en la mano es uno de sus mapas. Quién que sea humano y no se haya dejado apagar el alma no tiembla ante un mapa del tesoro, sobre todo si tiene la sensación de que sus manos son las primeras que lo despliegan. Así sucede con todos y cada uno de los poemas y las historias que se nos meten en las entretelas y se quedan a vivir allí. Nadie jamás los leyó igual que nosotros: desde nuestra intuición y nuestras luces, nuestros recuerdos y nuestras oscuridades. Nadie, en realidad, habló jamás esa lengua única que nace del susurro del poeta y la vibración que despierta en nuestro espíritu, y nadie más la hablará después de que nuestros días alcancen su término.

Miradla, tan pequeña, tan absorta, tan tranquila. Y dentro de su pecho están estallando galaxias que sólo ella conoce.

Si sucede las veces suficientes, y todo hace presagiar que así será, por su compostura y la naturalidad de su gesto, sabrá que no es necesario atormentarse porque la vida no nos ofrezca mañanas sin tasa, porque no nos amen todos aquellos a los que amamos, porque nos odien algunos a quienes nada hicimos. Tampoco, o menos aún, porque esos oros sórdidos con los que los humanos trafican y especulan, que antes eran amarillos y metálicos y ahora etéreos y de cualquier color que pueda brillar en una pantalla, caigan poco en nuestra bolsa y más en la de otros, con más o menos merecimientos que los nuestros.

Sabrá que esos oros, como tantas otras recompensas de la existencia, conceden a sus beneficiarios una ventaja inferior a la que a ella le otorga haber descubierto el país de la poesía. El oro que cotiza en los mercados, como el amor, el éxito o la gloria, se gana y se pierde, y cuanto más se gana menos contento trae a quien lo cosecha, y basta perder un poco para agriarle el día a quien lo tuvo. Los oros que ella saca de las palabras, en cambio, la inundan de una felicidad que no sufre merma.

Los tendrá cuando ya no tenga nada más, la sostendrán cuando ya nada la sostenga, incluso cautiva, sola y derrotada; aun cuando todo sea nada y otros no tengan a donde volverse, ella podrá cruzar a ese lugar donde una voz que talló en el silencio la forma genuina de todas las cosas le trajo el eco de una belleza indestructible.

Pasará igual, envejecerá igual, se entristecerá igual, morirá igual. Pero en algún lugar, junto a su corazón, esa niña que lee seguirá llevando, contra el tiempo y la muerte, el reflejo dorado de todas las páginas que le sirvieron para alcanzar la alegría.

(Texto incluido en la antología «Sueños de Hierro», Huerga y Fierro y Ayuntamiento de Getafe, 2022).

(Texto incluido en la antología «Sueños de Hierro», Huerga y Fierro y Ayuntamiento de Getafe, 2022).

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